Novela por entregas

El hedonista o los laberintos del placer


1. Entrega primera. El hedonista no nace, se hace.

Publicada en la revista Letra 15, n.º 11 (mayo 2021).

Lectura oral del fragmento IV. La gatita presumida. Voz de la autora.

2. Entrega segunda. El placer es el camino

El contenido de esta novela erótica está reservado a personas adultas. Por favor, si usted no pertenece a ese grupo no siga leyendo.

2.1. Entrega segunda. I. Juego y aprendizaje

Publicada en web Biblioteca APE Quevedo, 18 de marzo de 2022.

Estimular las emociones positivas despierta el interés por aprender.

La universidad me resultó aburrida y decepcionante. Empecé la carrera de Derecho sin entusiasmo ni vocación, sólo porque mi padre decía  que era la carrera con más salidas profesionales.

─Podrás hacerte rico, si sabes pegarte a los poderosos─ eran sus palabras exactas.

El primer año fue desolador, no conseguí hacerme un hueco en aquella facultad en la que se habían dado cita dos especies que en un principio podían parecer incompatibles: los más pijos y los más progres, revueltos en aquellas aulas impersonales de techos altos y pupitres decimonónicos. Volver a casa también había sido duro, llegué a echar de menos las tertulias nocturnas con Lucas, las payasadas de Gonzalo en el comedor, las meteduras de pata de Luis, los paseos sin rumbo de la tarde y hasta el control del padre Sebastián a la hora de dormir en el internado. La pandilla se había separado aunque no habíamos perdido el contacto del todo. Durante el primer trimestre iba, con frecuencia, a desayunar con Sofía a la cafetería de Periodismo y hablábamos del pasado y de los sueños futuros. Ella lo tenía claro, estaba segura de haber elegido bien, compartía entusiasmada el ambiente que se respiraba en su facultad y a los pocos meses ya colaboraba en un taller de radio. 

Lucas estudiaba Medicina que era su única vocación, a veces quedábamos para almorzar en los comedores universitarios o salíamos juntos para ir al cine. Nuestra relación, sin embargo, se había enfriado, apenas hablaba, se había convertido en un chico solitario, cada vez más abstraído en sus cosas, me moría  de ganas de preguntarle si se había acostado con alguna chica pero no me atrevía. Aún retumbaban en mi cabeza las palabras de Sofía en aquella lejana fiesta sobre su orientación sexual. Nunca le vi interesado en chicas pero tampoco lo veía frecuentar locales de ambiente, ni hacía el menor comentario sobre sus gustos, se había centrado totalmente en la carrera. A primeros de noviembre me llamó para ir al teatro, Gonzalo iba a debutar como don Juan Tenorio, en una sala importante de la capital. Fue emocionante, Gonzalo estuvo magnífico y obtuvo calurosos aplausos y muy buenas críticas; cuando le oía recitar aquellos versos de Zorrilla me acordaba de don Miguel, de aquellas clases de Literatura en el internado, observaba de reojo el rostro de Lucas, sentado a mi lado, que contemplaba la escena sin apenas parpadear. Parecía que había pasado una eternidad desde aquellas noches de invierno en las que nos reíamos, nos hacíamos confidencias y mostrábamos sin tapujos nuestras debilidades y nuestros deseos. Gonzalo había conseguido hacerse un hueco en aquella profesión que le gustaba desde siempre y parecía feliz, Lucas comenzaba el camino dictado por su vocación pero yo seguía dando tumbos estudiando una carrera que me era indiferente con la única motivación de hacerme rico para disfrutar de la vida.

Tras la representación, el reencuentro con Gonzalo en su camerino fue muy emotivo. Gonzalo se había dejado una pequeña barba, parecía un verdadero don Juan, nos abrazó a los dos a la vez, como en los viejos tiempos. Nos presentó a su novia, una compañera de profesión, Beatriz Moreno; nos dijo que esta vez iba en serio, que se casarían cuando él acabara el servicio militar. Beatriz era una chica muy guapa con unos enormes ojos azules y una piel blanca que contrastaba con la tez morena y el cabello tan negro de Gonzalo. Prometimos de corazón vernos a menudo y siempre que pudimos que no fueron muchas veces, cumplimos aquella promesa.

En  tercer curso había logrado congeniar con algunos compañeros de clase con los que salía de juerga casi todas las noches a explorar los tugurios más inmundos de Madrid, probamos por primera vez el hachís y la marihuana y nos acostábamos con todas las chicas que se ponían a tiro. Follábamos en la parte trasera del coche, en un aparcamiento de la Universitaria, en el parque del Oeste y hasta en algún rincón de aquellos oscuros antros que frecuentábamos. A veces ni siquiera recordaba la cara de la chica, sólo su olor, algún detalle de su ropa interior o su capacidad para manejar las situaciones más escabrosas. Así elaboré todo un catálogo femenino: las remolonas: aquellas que no querían llegar hasta el final y me dejaban empalmado y con un tremendo dolor de huevos; las que lloriqueaban mientras se abrían de piernas en un sí pero no, desconcertante que nunca entendí; las arrepentidas que aseguraban que era la primera vez, que se habían visto forzadas y que nunca más; las que querían llegar vírgenes al matrimonio y no consentían ser penetradas, aunque fueran expertas en otras lides amatorias y las más peligrosas las que se enamoraban, se colgaban de tu brazo y se creían con todos los derechos solo porque habíamos mezclado y compartido fluidos más o menos intensos en una noche de amor desesperada como decía la canción. Sé que hoy todo esto no es políticamente correcto pero a principios de los ochenta las cosas eran tan diferentes, que hoy me parece la prehistoria, hasta el lenguaje nos delataba.  

A veces visitaba la gatita presumida donde era ya muy conocido. Allí no me lo tenía que trabajar tanto, no declaraba amor eterno, ni  consolaba llantos posteriores, ni prometía matrimonio. Allí se jodía sin más, intentando pasar la velada lo mejor posible. Aquel lupanar había sido reformado varias veces desde la primera vez que estuve con Toño, y las chicas habían cambiado, iban y venían, Vanesa, sin embargo, seguía allí, se había convertido en «la gran madama», tenía un cliente fijo que le pagaba sus gastos y la quería sólo para él. En alguna ocasión cuando el pagador estaba de viaje se lo montaba conmigo para recordar los viejos tiempos. Allí me encontraba de vez en cuando con Toño convertido en socio de la empresa familiar, aunque sólo tenía un par de años más que yo parecía mi padre, estaba rechoncho y fumaba incansablemente puros habanos, siempre acababa invitando a las copas y sacaba fajos de billetes que enseñaba, orgulloso, a los mirones. Me apodaban el estudiante y las chicas, dada mi precariedad económica, me hacían precios especiales porque entre todas ellas se había corrido la voz de que era un buen amante y de modales finos.  Allí seguía explorando los recovecos del deseo y la pasión bajo las manos expertas de aquellas eternas diosas del prostíbulo. Yo sólo quería disfrutar al máximo, buscar el placer en todos los rincones, el placer como dueño y señor de mi pequeño universo.

Mis años universitarios fueron pasando con más pena que gloria, mis padres a penas me veían el pelo, de vez en cuando tenía que escuchar la charla de turno sobre las ventajas del estudio y la necesidad de aprobar la carrera cuanto antes, pero lo cierto es que nunca se metieron mucho en mi vida, no les pedía dinero ni les contaba la mitad de los líos en los que participaba, así que nos tolerábamos sin más. Estudiaba lo imprescindible, perdía mucho el tiempo pero lograba ir aprobando las asignaturas de cada curso entre junio y septiembre gracias a mi desarrollada memoria, que me permitía empollarme aquellos mamotretos en poco tiempo y soltarlos en el examen. Entre tanto tenía pequeños trabajos para poder pagarme algunos de mis placeres secretos, cada vez más caros: vendía libros o sustituía a algún camarero en el bar de la Facultad que se había convertido en mi segunda casa.  

En aquel bar conocí a  Eugenio, un repetidor muy conocido en la Complutense, pertenecía a la tuna universitaria y era un ligón empedernido. Geni, que era su nombre de guerra, tenía una verborrea envidiable, tocaba la guitarra con voz melodiosa y presumía de un físico arrollador que le hacía irresistible.  Geni no tenía prisa en acabar la carrera, era de los más veteranos del lugar y su filosofía de vida se parecía mucho a la mía: disfrutar y disfrutar. Desayunaba todos los días en la cafetería y nos hicimos amigos, le acompañaba en algún pase de la tuna en locales madrileños repletos de turistas, después siempre había alguna ronda, alguna fiesta y un montón de chicas. Él fue quien me habló de un hotel en la playa de Salou que buscaban camareros para el verano, así que en julio, tras cursar tercero empecé a trabajar en el hotel Las gaviotas y eso me salvó la vida o al menos la economía. Fueron meses muy excitantes, apenas dormía y follaba como un loco. Cada verano adelgazaba unos cuantos kilos por forzar la máquina hasta el límite. Eran años en los que el turismo empezaba a ser una de las fuentes de ingresos más importantes del país. Las extranjeras venían a España a pasarlo bien, buscando al típico latino moreno y machito que las hiciera reír y gozar. Yo siempre estaba dispuesto.

Geni fue un buen compañero de viaje en aquellos años, no dejábamos  pasar ninguna oportunidad, suecas, alemanas y francesas pasaban por la piedra sin descanso, apenas nos entendíamos porque los idiomas no eran mi fuerte pero el lenguaje del cuerpo siempre ha sido universal. Y yo en eso era un experto. En aquellos años aprendí más trucos que en todas mis visitas a la gatita presumida, me gustaban las mujeres maduras, eran más expresivas, sabían lo que querían y lo pedían sin remilgos y además pagaban las copas.

Un día de mediados de agosto tras una noche terrible me levanté enloquecido por los picores y una inflamación de los genitales preocupante. Geni hizo el diagnóstico.

─Ladillas, tío.

Ante mi cara de  asombro repitió.

─Piojos, colega, piojos genitales, pero no te preocupes, se pasa. Seguro que en el botiquín tienen alguna crema que te alivie, ah y durante unos días ¡abstinencia! ─se rio a carcajadas, mientras hacía el gesto de rascarse los huevos.

Aquel verano se acabaron las aventuras antes de tiempo. Pero el suceso no fue grave.

Cuando finalizaban todos aquellos veranos y regresaba a Madrid para empezar el curso venía en el chasis, delgado como una pluma y necesitaba una semana de sueño para reponer fuerzas.


2.2. Entrega segunda. II. Saborear el proceso

Publicada en web Biblioteca APE Quevedo, 8 de abril 2022.

Tras algunos años perdidos, por fin empecé el último curso de carrera y vislumbré el final de aquella etapa. Me había propuesto acabar de una vez y para eso me prometí a mí mismo empollar un poco más, dar el golpe definitivo. Aquel año, sin embargo, el destino me tenía preparada una grata sorpresa. Como era mi costumbre llegué por primera vez a clase veinte días después del comienzo, porque aquel verano había sido muy trabajoso, una alemana, cuarentona, me había chupado la sangre y necesité quince días para reponerme. Me incorporé la segunda semana de noviembre.

Cuando entré en el aula y la vi sobre la tarima con aire de abeja-reina sentí un cosquilleo incómodo en la boca del estómago parecido a los calambres adolescentes. Recordé que un compañero me había dicho que aquel año en Derecho penal teníamos a una profesora joven, al parecer sustituía al catedrático de la asignatura que estaba temporalmente en Estados Unidos pero nunca pude imaginar el impacto que su presencia me causó desde el primer momento.

Era una mujer muy elegante, no descuidaba ningún detalle de su indumentaria: un impecable traje de chaqueta de color claro que se me antojó carísimo, un pañuelo del mismo tono anudado al cuello, el pelo rubio recogido en un moño bajo y las gafas con una montura moderna de color negro que le daban un aire entre intelectual y artístico. Todo resultaba demasiado excitante para mi mente calenturienta. Aquel primer día, me había incorporado tarde a clase, no controlaba muy bien el horario, llegué con aire cansado y entré sin llamar, ella estaba en la tarima leyendo una bibliografía con las gafas puestas, se paró un momento ante mi interrupción, se quitó las gafas y me clavó como espadas unos ojos verdes de felino que me hicieron perder el equilibrio y me despertaron de golpe.

─Buenos días ─me dijo con voz grave, casi radiofónica muy acorde con su aspecto majestuoso.

Se volvió a colocar las gafas y siguió con la clase.

Me senté en el primer asiento que vi libre en la segunda fila, cerca de la puerta y me acomodé intentando no hacer ruido, luego oí, avergonzado, cómo solicitaba puntualidad máxima a los estudiantes para evitar las incómodas interrupciones. Estuve unos minutos sin levantar los ojos, escuchaba con monotonía la lista de libros y autores que salían de su boca grande y bien dibujada. Me había impactado su belleza y elegancia pero como experto en lides amatorias  había  percibido en sus ojos algo que me descolocaba y que no se ajustaba a aquel aspecto académico que pretendía mostrar.

─¿Cómo se llama la profesora? ─pregunté al compañero, en un descanso.

─Claudia Baltés ─me dijo─. Es la mujer de Jorge Prádena, el dueño del bufete «Prádena y Asociados», uno de los más prestigiosos de Madrid. Da clases por hobby, no necesita la pasta, está forrada.   

El aula estaba a rebosar y al acabar la hora un corrillo de pelotas la rodearon y entretuvieron con miles de preguntas forzadas. Yo no sabía quién era Jorge Prádena ni si su despacho de abogados era prestigioso o no pero desde entonces empecé a leer en los periódicos con cierta asiduidad su nombre. Un día lo vi por televisión, defendía el caso de un rico banquero acusado de fraude fiscal, no entendía muy bien sus palabras pero me fijé en él, tendría sesenta años, un pelo gris bien conservado, ojos pequeños, brillantes y modales aristocráticos. Descubrí que doblaba la edad de su esposa y me pregunté por los posibles motivos que podrían haber llevado a aquella mujer a casarse con él. Supuse con la simpleza de mi mente que sería el dinero, era lo más sencillo de imaginar.

Desde ese día no faltaba a las clases de Claudia Baltés y procuraba llegar puntual. Me excitaba verla entrar por la puerta, subir los dos peldaños que separaban la tarima del suelo, cimbreando sus caderas bien formadas, dejar su cartera en la mesa grande, acomodarse la ropa, las gafas y los papeles antes de iniciar las clases. Su aspecto pulcro y elegante contrastaba con el entorno del aula, una mesa desvencijada, unas paredes despintadas, el suelo no demasiado limpio y un tumulto de alumnos casi pijos unos, desaliñados otros, almacenados en el aula donde se respiraba un aire demasiado cargado para ser saludable.

El primer día me había parecido mayor tal vez por el traje de Chanel y el moño bajo pero luego pensé que debía tener treinta y pocos años. Lo más destacado era su voz grave, bien timbrada, con una vocalización perfecta y una armonía que invitaba a escuchar, a saborear cada una de sus palabras, aunque tratara aquellos temas arduos y tediosos. La oía hablar a lo lejos y a veces me imaginaba como sería su voz al oído, emitiendo palabras obscenas, gimiendo o sollozando. En ocasiones mi mente calenturienta iba más allá y la imaginaba en ropa interior, por supuesto de marca, sensual y provocativa sobre aquellos stilettos con los que caminaba con prestancia y armonía. A veces el deseo era insoportable y me apretaba contra el banco, hasta hacerme daño.

Poco antes de Navidad explicó la posibilidad de realizar un breve trabajo de investigación, voluntario, pero que serviría para la nota final de curso además de los exámenes pertinentes, ella nos ayudaría y se entrevistaría con cada uno de los alumnos que quisieran realizarlo. Me apunté inmediatamente en esa lista de voluntarios, no sé si por relanzar mi nota o simplemente por reunirme a solas con ella unos minutos.

─Pase, señor Leyva. Tome asiento.

Era un lunes al mediodía. Observé con detenimiento aquel despacho pequeño, lleno de libros en el que me invitaba a entrar amablemente pero con distancia. No me atreví a mirarla a los ojos, seguía sus palabras por el movimiento de sus labios y el sonido de su voz. Me senté en una silla frente a ella, separados por la mesa rectangular de madera noble:

─Bien, usted me dirá si ha pensado ya el tema del trabajo o necesita mi asesoramiento. Espero que se haya puesto al día ya que usted se incorporó tarde a mis clases.

No sabía a qué pregunta responder primero, me sorprendió que se acordara de que me había incorporado tarde, aunque no había olvidado sus ojos verdes fijos en mí, aquel primer día de marras.

─Sí, señora, he tratado de ponerme al día, con la ayuda de mis compañeros, me incorporo tarde porque necesito trabajar en verano para pagarme los estudios. En cuanto al tema del trabajo tengo algunas dudas y quisiera que usted, con su indudable experiencia y sus muchos conocimientos, me ayudara a decidir, si tiene tiempo, naturalmente.

Se movió ligeramente en el sillón y relajó un poco la tensión que planeaba en el ambiente, se quitó las gafas y me miró con curiosidad, mientras sonreía con coquetería. Divisé sus dientes blancos y bien alineados, su boca bien perfilada y su excitante sonrisa, mientras mi labio inferior temblaba ligeramente  como en otras ocasiones especiales. Logré mantener su mirada con serenidad, desplegando mis dotes seductoras aprendidas en mil batallas con mujeres de todos los estilos, patrias y religiones, después bajó la mirada y leyó el papel que le había extendido con los posibles temas del trabajo.

Cuando salí del despacho supe que aquello había sido sólo el inicio, tuve la sensación de que nuestras vidas se cruzarían y no sólo a nivel académico. No me había parecido tan fría como aparentaba, más bien todo lo contrario, su mirada felina la delataba y desde luego de cerca era mucho más guapa. En algún momento, además, intuí una cierta coquetería, como si quisiera deslumbrarme y desde el primer momento tuve la certeza de que no le había sido indiferente. Aquella noche me masturbé pensando en ella. Luego me volqué en aquel trabajo, conseguí los libros que me había recomendado y los devoré; por primera vez me interesé por algo relacionado con aquella carrera que había elegido al azar y sin muchas pretensiones, era una nueva conquista.

En marzo me invitó a conocer el bufete de su marido en el que ella también trabajaba. Hasta ese momento nos habíamos visto cuatro o cinco veces y teníamos una relación de profesora-alumno, sin más. Era una oficina lujosa, decoración de diseño y guapas recepcionistas con sonrisa de anuncio.

─Busco a doña Claudia Baltés ─le dije a la más sonriente.

─Su nombre, por favor.

─Alejandro Leyva.

No desvelé que era alumno suyo, ni lo que me había llevado a aquel despacho. Enseguida me hizo pasar. Claudia se levantó del sillón al verme entrar, me estrechó la mano, era la primera vez que lo hacía, tal vez era la costumbre en aquel lugar y no era apropiado en la Facultad. La mesa estaba llena de papeles, tenía una foto en la que aparecía junto a un hombre mayor en una playa solitaria, al atardecer. Ella llevaba unos pantalones blancos que dejaban al descubierto los tobillos y un sombrero de paja que ocultaba parte de su pelo suelto y cimbreado por el viento. El vestía de sport y llevaba las zapatillas de ella en una mano, con la otra rodeaba su cintura.

─Es mi marido ─dijo cuando vio que me fijaba en la fotografía.        

Asentí. Iba vestida con el mismo estilo que en clase pero no tenía las gafas, sus ojos lucían en todo su esplendor y también con toda su picardía. Tomamos un café antes de iniciar la visita por el bufete, luego se agarró de mi brazo y paseamos por todas las dependencias. Caminaba firme y con gracia, con un cierto halo seductor en cada uno de sus movimientos, saludaba a los empleados que nos encontrábamos en los pasillos con familiaridad y me presentaba como un alumno aventajado que quería aprender todo sobre la profesión. Sentía la presión de su mano en mi brazo, percibía su cercanía, su perfume caro y hasta su aliento; aunque con tacones era casi de mi misma estatura, yo me sentía pequeño ante aquel despliegue de poder. Alguna secretaria me miraba de arriba abajo y sonreía con cierta malicia, ella lo ignoraba y seguíamos la visita: los despachos, la sala de reuniones, la administración, sólo una puerta permaneció cerrada.

─Es el despacho de mi marido ─dijo. No le gusta que entre nadie en él en su ausencia.

Más tarde ya en su escritorio me hizo una confidencia que no esperaba: tras la Semana Santa se incorporaría a las clases el catedrático que regresaba de América, así que sólo teníamos un mes para terminar el trabajo y despedirnos. Me quedé callado ante la sorpresa, pero ella rápidamente cambió de tercio, miró su reloj de oro y me invitó a cenar, dijo que su marido estaba fuera de Madrid y no le apetecía cenar sola. Antes de que aceptara llamó a un restaurante para reservar mesa. No estaba acostumbrada a las negativas por eso ni siquiera se le pasó por la cabeza que yo pudiera estar comprometido o simplemente que no me apeteciera ir a cenar con ella. Estuve a punto de poner una excusa para hacerme el interesante, pero no me atreví. 

Fuimos a un restaurante francés, pequeño y coqueto, los camareros la conocían, la llamaban señora Prádena y nos condujeron a una mesa apartada que parecía estar reservada especialmente para la ocasión. Algunos comensales nos miraron al pasar. Era manifiesta nuestra diferencia de edad y de posición, yo llevaba mi pantalón vaquero desgastado y una cazadora de cuero que me había comprado en el rastro, demasiado progre para el lugar, ella con su traje de chaqueta negro, su camisa de seda color salmón y sus zapatos de ante manejaba claramente la situación. Estaba acostumbrado a ir con señoras mayores, en la playa lo hacía con frecuencia y a veces también íbamos a restaurantes caros, pero el verano todo lo igualaba y aquellas extranjeras solían llevar vestidos veraniegos sin mucho estilo o pantalones cortos nada comparable con aquella elegancia innata y señorial de Claudia Baltés, a su lado parecía un pobre chico al que había recogido en la calle.

En la cena observé sus modales exquisitos, su forma de poner las manos sobre la mesa, de coger los cubiertos, de elegir el vino. Me estaba seduciendo irremediablemente. Se mostró comunicativa, sin perder la compostura, me contó sus años de estudiante en la misma Facultad, sus inicios como abogada, alguno de sus casos más difíciles, su vocación por la enseñanza, pero ni una palabra de su marido, ni de su familia. Quería preguntarle si tenía hijos o cuántos años  llevaba casada con Prádena pero no me pareció oportuno. Yo le conté que los veranos trabajaba de camarero en la playa para pagarme los estudios que mi familia nada tenía que ver con la abogacía y que hasta ese año no me había interesado de verdad ni la carrera ni la profesión.

─Seguro que ligarás mucho en la playa ─dijo con voz melosa, en un cambio de registro que me desconcertó por completo.

Tal vez no era un comentario apropiado en una conversación profesora-alumno pero ella sabía lo que hacía. Sonrió con picardía e incluso acercó su mano a la mía sobre el mantel de lino. Ni siquiera me rozó pero un escalofrío me recorrió la espina dorsal temiendo y deseando que lo hiciera. No dije nada, me limité a sonreír. Habría puesto mi mano sobre la suya, tal vez ella con aquel gesto me invitaba a hacerlo pero me contuve, aún no sabía qué tipo de mujer era, ni qué quería de mí aunque en ese momento estaba seguro de que tramaba algo y yo estaba dispuesto a caer rendido.

Después me acompañó a mi casa en un taxi, durante el trayecto me llevaba cogido del brazo con naturalidad, había cruzado las piernas y le veía gran parte del muslo firme a través de las medias negras transparentes, miraba su cara reflejada en los cristales del coche y ardía de deseo. Al llegar, se despidió con un ligero beso en los labios como si fuera lo más natural del mundo, apenas pude responder, me noqueó su perfume al mismo tiempo que se declaraba un incendio en mi interior difícil de extinguir. Seguí la estela del taxi que desaparecía en la noche, sin moverme de la acera. Tuve que ducharme para poder respirar y acabé masturbándome soñando con que tal vez algún día pudiéramos compartir la tibieza del agua sobre nuestros cuerpos enlazados. La próxima vez ─pensé enardecido─ le meto la lengua hasta el fondo de la garganta, si quiere jugar, jugaremos.

La Semana Santa llegó más rápidamente de lo que yo hubiera querido, en clase Claudia se seguía mostrando altiva y distante aunque de vez en cuando parecía sonreírme, nos examinó del segundo parcial al que sumó la nota del trabajo realizado y se despidió del grupo. Era jueves, me quedé  solo y desamparado. Suponía que aquello era amor, porque era aún más fuerte que el deseo. Apenas dormía y había perdido totalmente la concentración. Vagaba por la casa, por las calles con la mirada ausente, colmado de ella. Tras las vacaciones durante algunos días me dejaba caer por las cafeterías cercanas al bufete, para ver si conseguía encontrármela por casualidad. Su ausencia me producía un desasosiego insoportable, soñaba con ella, me imaginaba que la desnudaba en el despacho, delante de la fotografía de su marido, o en aquel restaurante francés lleno de gente, que ella se arrodillaba y se comía mi verga a pequeños bocados, mientras me iba convirtiendo en un gigante y las personas y los objetos que me rodeaban solo eran pequeñas miniaturas sobre las que ejercía un inusitado poder.

Durante unos días apenas podía descansar, me parecía que había desaprovechado una gran oportunidad, que no había estado inspirado aquel día en su oficina, ni en el restaurante, ni en el taxi, me parecía que en cada uno de sus gestos me pedía más con aquellos ojos explosivos pero no había sabido estar a la altura de las circunstancias. ¡No podía perdonármelo! Pensaba en ella a todas horas. Me imaginaba que sería una mujer desgraciada, con un marido viejo, estresado siempre viajando que no le podría dar la pasión que  necesitaba porque ella emanaba sensualidad por los cuatro costados ¡Me necesitaba, estaba seguro de que me necesitaba! Nuestros caminos se habían cruzado y ya no podían separarse. Me sentía como un adolescente ante un amor platónico, cada vez más estúpido, más perdido, más desconsolado. Las ganas de verla y poseerla me sumergían en un estado catatónico, me provocaban un dolor insoportable en todos y cada uno de los rincones de mi cuerpo, especialmente en la entrepierna.


2.3. Entrega segunda. III. Pequeño fracaso

Publicada en web Biblioteca APE Quevedo, 19 de abril de 2022.

Ya había perdido todas las esperanzas cuando una tarde de junio al salir de la biblioteca de la Facultad oí su voz, la divisé al otro lado del hall, desenvuelta, altiva, apabullante. Salí disparado a su encuentro, nervioso pero decidido; aquel día no me había afeitado y me encontraba más descuidado que nunca, me odié por ello. El destino es caprichoso y hay que estar siempre preparado ─decía mi madre.

Cuando estuve a su altura bromeó, como una colega, con mi  barba incipiente:

─¡Vaya, te vas a dejar perilla! ─dijo.

Sonreí, enrojeciendo levemente.

─No, es que hoy no me he afeitado ─contesté mirando al suelo.

─Es broma ─puntualizó─. ¿Qué tal van las cosas por aquí?

─Bien. Un poco aburrido y deseando terminar ─añadí.

─He venido a hablar con Paco Azcárate, quería pedirme informes de algunos de vosotros para la nota final de curso ─aclaró.

Apenas la oía, no me interesaban los informes ni las notas. Todo aquello me traía sin cuidado sólo veía sus ojos brillantes y su cuerpo bronceado. Llevaba un vestido veraniego azul intenso y una chaqueta entallada del mismo tono que marcaba sus curvas, sus piernas sin medias se veían morenas como si hubiera tomado el sol en la playa. Su perfume envolvente me atraía hacia ella como un imán; intentaba disimular el nerviosismo que su sola presencia me producía, le sonreía todo el rato como en un anuncio televisivo de dentífrico y trataba de controlar el baile repentino al que se había lanzado mi pierna derecha. Si alguien me estuviera observando desde lejos se daría cuenta del ridículo ─pensaba─ y aquello  me intranquilizaba aún más.

En un intento de parecer un chico aplicado y cortés, le comenté que las clases eran aburridas sin ella, que todos la echábamos de menos pero callé la ansiedad que cada mañana me provocaba su ausencia.

─¿Qué tal los finales? ─preguntó─, ejerciendo de profesora interesada.

─Algo me quedará para septiembre, tendré que estudiar en verano pero espero que sea el último ─contesté clavando mis ojos en los suyos.

─Yo también trabajaré este verano. Puedes pasarte si quieres algún día por el bufete, te enseñaré como llevamos algunos casos, estaré sola todo el mes de agosto y podré ocuparme de ti ─concluyó insinuante, sosteniéndome la mirada.

La vi alejarse serena, con paso decidido entre una nube de estudiantes que se agolpaban en los pasillos y en los jardines iluminados por el sol de la tarde que se colaba por los ventanales. Respiré profundamente, me sequé un ligero sudor que me recorría la mejilla y seguí mi camino.

Como era de esperar me quedaron dos asignaturas para septiembre. Tenía algo de dinero ahorrado, así que decidí no trabajar aquel verano en la costa, aprovechar el tiempo y acabar la carrera de una vez por todas. Me despedí de Geni, que se marchaba a Salou, con una noche memorable de borrachera.

─Tú te lo pierdes, chico. El verano no será lo mismo sin ti. Espero que tu decisión sea productiva ─dijo con voz pastosa, ya de madrugada, dándome un abrazo

Los primeros días me arrepentí de la decisión, Madrid se había quedado desierta, apenas quedaba alguna amiga con la que salir a divertirme y tampoco estaba muy motivado para estudiar. Hablaba de vez en cuando por teléfono con Geni y me animaba a que me pasara por Salou: habían abierto una discoteca nueva y el hotel estaba de bote en bote. Dudaba, pero mi decisión estaba tomada. Acabaría la carrera, aprovecharía el tiempo y la oportunidad. La sombra de Claudia Baltés era demasiado alargada para poder resistirse.

En el mes de agosto vencí mis reticencias iniciales y me presente en Prádena y asociados. El edificio estaba semivacío. Sólo una secretaria en recepción, una chica joven que debía sustituir a la recepcionista habitual me comunicó que la señora de Prádena estaba reunida y debía esperar. Me senté frente al pasillo en el que se ubicaba el despacho de Claudia, no había nadie, era casi la hora de comer. Las manos me sudaban como si fuera un principiante, me había preparado con esmero el discurso que debía introducir mi visita pero los minutos pasaban y yo seguía solo, esperando y cada vez más nervioso.  Estaba a punto de marcharme cuando la puerta de la sala de juntas se abrió y salieron dos hombres de mediana edad, sonrientes. Tras ellos apareció Claudia acompañada de otro hombre más joven que la devoraba con la mirada. Se la veía radiante, relajada, con un ajustado vestido de tirantes que dejaba sus hombros al descubierto y realzaba su silueta. Los hombres le besaron la mano mientras ella sonreía, el más joven le dio dos besos en la mejilla y le susurró algunas palabras al oído con mucha familiaridad, luego acompañó a los otros dos a la salida. A los pocos minutos la secretaria me dijo que doña Claudia me recibiría. Estaba sentada retocándose el moño y la pintura de los labios, se excusó por haberme hecho esperar.

─Debías haberme avisado de que vendrías. Hoy tengo un día muy ocupado y no podré atenderte como te mereces ─dijo clavándome su mirada.

No contesté pero le sostuve la mirada.

─Ven mañana por la tarde, te compensaré ─añadió.

Me sentí incómodo por mi falta de previsión, era una mujer ocupada y yo parecía un chaval inexperto y a su merced.

─Vendré mañana ─dije con la mayor soltura que me permitió mi metedura de pata.

Con mi mejor sonrisa, a las siete en punto de la tarde de un 10 de agosto, atravesaba, de nuevo, la recepción de Prádena y asociados,  la secretaria se estaba pintando los labios y recogiendo sus cosas, era la hora de la salida. Los despachos parecían vacíos, sólo una mujer con bata de cuadros se afanaba en vaciar los ceniceros y limpiar el polvo de las mesas. Antes de irse definitivamente, la secretaria me dijo que doña Claudia me recibiría en unos minutos, en ese momento hablaba por teléfono. Me quedé mirando por la ventana hasta que oí el ruido de la puerta del despacho, Claudia estaba en el umbral, un rayo de sol desde el ventanal se reflejaba en su pelo  recogido.

─Pasa, Alejandro, te esperaba.

Me dejó entrar y cerró la puerta.

─Tengo una botella de champan carísimo que me ha enviado un cliente al que hemos ayudado a ganar mucho dinero. ¿Te apetece?  Está frío, nos vendrá bien. Brindaremos por el éxito.

Mientras hablaba había puesto en mis manos una copa de fino cristal y derramaba sobre ella el líquido espumoso.

─Por el éxito presente y futuro ─dijo alzando levemente la voz.

Chocamos nuestras copas y bebimos. En aquel momento me parecía una diosa del olimpo y yo un efebo a punto de ser devorado.

─Siéntate, por favor.

Me había señalado un sofá granate frente a la mesa del despacho, ella se sentó también a mi lado, cruzó las piernas y con un movimiento preciso de sus manos se quitó un par de horquillas del recogido, el cabello rubio, transparente cayó sobre sus hombros en cascada mientras se me secaba la boca y se me humedecía la entrepierna. Aquel gesto, tan femenino, tan coqueto fue el inicio de nuestra historia. La adoré en silencio.

─No puedo dedicarte mucho tiempo, he quedado para cenar con unos amigos. Si te parece  te pasas por el despacho todas las tardes a partir de las cinco y te enseñaré cómo funciona este negocio, así podrás estudiar por las mañanas.

No tuve opción de decir mucho más, ella marcaba los tiempos, yo estaba subyugado por su figura, por su voz, por su ofrecimiento, así que como un principiante agradecido accedí a todo. Me volvió a despedir con un beso en los labios, esa vez entreabrí los míos y saboreé fugazmente su lengua. Ella no opuso resistencia.

En los días siguientes aprendí y disfruté. Apenas si podía estudiar por las mañanas pensando en la hora de presentarme en el despacho. Agosto discurría pero yo habría querido detener el tiempo.

Una tarde estábamos solos en el despacho, ya con cierta familiaridad, la jornada había terminado. Claudia se  había soltado el pelo, se había quitado los zapatos y se había sentado en el sofá con aire cansado. Yo recogía los papeles de la mesa. Después de colocar unos libros en la estantería la contemplé un momento de espaldas, sólo veía su cabeza, su perfil afilado, alargué instintivamente mi mano hacia su cabello color miel  y lo acaricié con suavidad. Ella se dejó hacer, sin moverse. Después, acerqué los labios hasta aquella fuente dorada y besé cada uno de sus mechones, mientras mis manos se atrevieron a acariciar su nuca. Claudia se movió ligeramente, por un momento creí que iba a retirarse y afearme mi conducta  pero no hizo nada de eso, se relajó y me invitó, sin palabras, a continuar. Le di un breve masaje al lado de los ojos, en los hombros, en el cuello, mis manos se movían con suavidad y destreza, respiré su olor, me incliné, le besé el inicio de la nuca y le mordí ligeramente el lóbulo de la oreja.

─Aprendes rápido ─dijo─, sabía que no me había equivocado al elegirte.

Me tomó de la mano para que me sentara a su lado. Me acarició el rostro, la comisura de los labios, y colocó mis manos en sus rodillas. Llevaba una falda corta, el tacto de su piel me estremeció, pero ya no podía parar, le acaricié el muslo, por debajo de la falda con determinación, mientras mis labios buscaban los suyos, los mordisqueé, los presioné suavemente y le introduje mi lengua enroscándola en la suya, siguiendo sus encías hasta encontrar acoplamiento. Mi mano acariciaba su sexo por  encima de las bragas de seda. Aquel contacto me produjo vértigo. Fui más allá, mis dedos juguetearon con su vello púbico, acariciaron su flor, abrieron sus pétalos, frotaron el gineceo ya húmedo. 

Claudia me besaba con voracidad, jugaba con mi lengua hasta dejarme sin respiración, estaba tan excitado que sentía tremendas contracciones en la bragueta, sentí alivio cuando sus manos firmes bajaron la cremallera de mi pantalón, liberando  mi verga. Sus manos expertas se convirtieron en un viento suave que me zarandeaba y acariciaba sutilmente hasta transformarse en un huracán frenético que me vapuleaba sin consideración, que me arrastraba y sacudía con fuerza hasta la extenuación. Trataba de estar a la altura de las circunstancias, concentrado en su sexo, utilizando todas mis artes amatorias pero estaba tan excitado que no pude controlarme y me corrí en sus manos casi al instante. Me avergoncé. Mi mano seguía en contacto con su sexo pero ya no se movía, un sentimiento de fracaso me había paralizado. Claudia se desperezó con una cierta decepción en su mirada y salió un momento del despacho a lavarse las manos. Cuando volvió yo todavía estaba hundido en el sillón sin decir palabra.

─No te preocupes ─dijo al fin─, otro día terminarás tu trabajo. Ahora he de irme, tengo una cita para cenar.

Me sentí vulnerable ante el poder de aquella mujer. De qué me habían servido mis juegos eróticos en La gatita presumida o todos los polvos veraniegos de los que me sentía tan satisfecho con mujeres diferentes de todas las edades, si en el momento más importante de mi vida, me corro a la primera como un adolescente inexperto. Anduve dando vueltas por los alrededores de la oficina sin saber qué hacer, deseando que me tragara la tierra, aún conservaba en mis dedos su olor y sus fluidos.

Al día siguiente me levanté con un terrible dolor de estómago y no pude ir a al despacho. Pasé tres días terribles en los que agonicé en mi cuarto como un enfermo terminal. Después tomé una  decisión.


2.4. Entrega segunda. IV. Un hombre objeto

Publicada en web Biblioteca APE Quevedo, 6 de mayo de 2022.

La tarde del cuarto día, me acerqué al bufete cuando imaginé que ya no habría nadie, eso sí, invocando a los dioses del Olimpo para que ella todavía siguiera allí. En recepción me encontré a la señora de la limpieza que bajaba al piso inferior. Apenas me miró. Saludé al guarda de seguridad, le dije que la señora Baltés me esperaba. Lo confirmó y me dejo pasar. Me dirigí con determinación al despacho de Claudia, abrí la puerta; estaba concentrada consultando unos archivos frente a la ventana, me detuve un instante a contemplarla en silencio pero mi presencia la alertó y me miró sobresaltada.

He venido a terminar el trabajo iniciado ─dije, mientras me acercaba a ella, sin parpadear.

─Me alegro de que te hayas decidido ─contestó, levantándose del sillón─. Estaba por pensar que te gustaba dejar los trabajos a medias.

Aquel día follamos sobre la alfombra del despacho sin mediar palabra. Le deshice el pequeño recogido y volví a besar sus cabellos como la primera vez, le desabroché la blusa suavemente hasta acariciar sus pechos tostados, lamí y mordisqueé sus pezones erectos, descansé en su vientre, me adentré con firmeza en su sexo perfumado y finalmente cabalgamos hasta la fatiga frente a la fotografía en la que un señor de pelo blanco nos observaba sereno y confiado.  

Ese mes de agosto fui su sombra dentro y fuera del bufete Prádena y asociados. Claudia se había convertido en mi maestra en el oficio y en el sexo, me parecía una mujer camaleónica, hábil y resolutiva en los negocios, fiera y tierna  en la cama; en las  negociaciones era dura como una piedra, discutía sin titubeos los más nimios detalles y solía convencer al contrincante con la seguridad de sus palabras y gestos, pero hasta en esos momentos me parecía sensual, irresistible y no podía dejar de contemplarla con admiración en cada uno de sus movimientos. Ella me correspondía con una complicidad que me hacía sentir superior a todos aquellos señores adinerados y aburridos; a veces en plena comida de trabajo mientras diseñaba la mejor estrategia para blanquear dinero o defraudar a Hacienda, frotaba su pie descalzo contra mi bragueta como si fuera lo más natural del mundo, yo dejaba de escuchar para concentrarme en aquella sensación dulce y turbadora.

Durante dos semanas fuimos dos perfectos amantes, después del trabajo me invitaba a su apartamento de soltera que no estaba lejos de la oficina. En él se refugiaba cuando su marido se ausentaba de Madrid, allí establecimos nuestro nido de amor. En aquel apartamento pasé las mejores noches de mi vida. Claudia era vital y enérgica, siempre estaba preparada para el sexo, sabía cómo hacerme disfrutar, me despertaba los más lujuriosos deseos y los colmaba después con la sabiduría de sus manos, de su lengua, del compás de su cuerpo que se movía sobre el mío como una rama sobre el árbol en un día ventoso. Con Claudia me adentré en un mar  de pasiones y zozobras, un mundo que todavía no dominaba pero en el que aprendí a moverme como pez en el agua. 

Un día  de finales de agosto me acompañó a comprarme mi primer traje que, aunque me negué, pagó con su tarjeta Visa Oro como adelanto a mi colaboración en la empresa, matizó. Aquel traje gris marengo realzaba mi figura, me obligaba a caminar erguido mirando siempre adelante con seguridad,  me lo tomé cómo la señal inequívoca de un cambio de etapa.

Al anochecer nos alejamos de la ciudad por la carretera de la Coruña, supuse que iríamos a cenar a algún lugar de la sierra, pero se desvió en la salida de la Florida; no pregunté, se detuvo unos instante delante de una verja que daba entrada a un chalet impresionante en medio de una frondosa vegetación, minutos después aparcó ante la puerta de la casa principal, una ostentosa mansión de película, de dos plantas, al frente se alzaba otra pequeña casita que imaginé sería del servicio.   

─El verano se acaba, las cosas van a ser un poco diferentes a partir de ahora, pero antes quería enseñarte mi casa─ dijo con naturalidad mientras me invitaba a bajar del coche.

La casa parecía vacía. Me condujo por un pasillo lleno de cuadros que parecían originales, hasta un pequeño salón que daba al jardín. Era más bien una sala de lectura, con una magnífica biblioteca, mesas llenas de recuerdos y una chimenea apagada, en el suelo una alfombra en tonos anaranjados.

─Ponte cómodo. Estás en tu casa. Yo voy a buscar algo de beber.

Elegí una mecedora situada a la izquierda de la chimenea frente a un gran ventanal desde el que, tras la pequeña casita, se veía la sierra. Minutos más tarde apareció con una botella de cava y dos copas, se había cambiado de ropa y llevaba puesto un minúsculo vestido blanco abotonado al frente. Se sentó en la alfombra a mi lado. Mientras me balanceaba, contemplé, fascinado, sus largas piernas y el inicio de su pecho por el escote del vestido.

─Brindo por tu futuro ─dijo.

Enlazamos nuestros brazos y bebimos.

Se reclinó en mis rodillas mirando a la ventana y le acaricié sus cabellos dorados, iluminados por el último rayo de sol que se colaba por los cristales. Se incorporó para beber y luego acercó sus labios a los míos entreabiertos compartiendo aquel líquido frío y un poco amargo. Me excité de inmediato mientras acariciaba sus muslos.

─Este es el lugar que más me gusta ─explicó, mientras jugueteaba con los botones de mi camisa─. Mi marido quería comprarme una casa enorme, con grandes salones para hacer fiestas y recibir a nuestros amigos, entonces, me parecía maravilloso y durante un tiempo así fue, pero las cosas han cambiado un poco, los dos dedicamos muchas horas al trabajo y los salones están casi siempre cerrados, prácticamente hacemos la vida en esta pequeña sala.

Me quitó lentamente la camisa mientras yo desabrochaba cada uno de los botones de su vestido. Iba totalmente desnuda y pronto contemplé con aquella tenue luz de la tarde, de nuevo, su cuerpo, siempre excitante en su soberbia desnudez, se tumbó en la alfombra y me invitó a seguirla, me quité los pantalones y desnudo me acurruqué a su lado. Tomó la copa de cava que aún contenía líquido espumoso y se rocío los senos, los pezones se le erizaron en contacto con el líquido frío, me incliné sobre ellos y los lamí por un lado y por otro, los introduje uno a uno en mi boca caliente y chupé varias veces hasta confundir el licor con mi saliva. Claudia se retorcía con los ojos cerrados e inclinaba su vientre con movimientos acompasados; tomé mi copa y rocié también su valle dorado para sumergirme entre sus hierbas olorosas y saborear su rocío; abrí la puerta de aquel templo secreto con mi lengua y extraje algunos de sus tesoros, ella gemía mientras cada uno de sus músculos se tensaba y sus recovecos internos reclamaban con ansiedad mi atención; condujo, con habilidad,  mi mano hasta su vagina, respiraba agitadamente, le introduje lentamente dos dedos mientras seguía lamiéndole el clítoris; su propia excitación, sus gemidos y movimientos despertaron mi propio sexo que solicitaba a empujones que se ocuparan de él.

─Penétrame, ahora ─susurró.

Me incorporé y la penetré con fuerza sintiendo a la vez la presión de aquellas paredes aleccionadas para dar placer y sus largas uñas clavadas en mi trasero. Cabalgamos los dos unidos unos instantes, embestí cada vez con más fuerza buscando derramarme al mismo tiempo. Un alarido conjunto despertó la quietud de la noche que ya nos envolvía con su manto. Era la primera vez que nos corríamos juntos.

Reposamos unos momentos en la alfombra uno al lado del otro, «aquello era pasión, sexo y complicidad, lo que había sentido no era comparable con  ninguna otra experiencia anterior, amaría siempre a aquella mujer».

Miré a la ventana y creí descubrir una luz tenue en la casa pequeña, como una vela fluctuante, pero enseguida volvió la oscuridad. Cerré los ojos.

─Ha estado muy bien, cariño. He de reconocer que has hecho muchos progresos desde aquella prisa incontrolada del primer día ─susurró mientras me  mordía el lóbulo de la oreja.

Hubo un silencio incómodo, por un momento pensé que para ella, yo sólo era un pene joven y dispuesto, una pieza más de cetrería con la que ampliar su leyenda. Pero la nube se disipó de inmediato. Sonreí. ¿Acaso no era eso lo que yo había soñado? Poder jugar, disfrutar y follar como un loco con una mujer como aquella, una mujer sin remilgos, que sabía lo que quería, que me conducía con sabiduría y destreza por sinuosos laberintos en busca del placer. En la adolescencia cuando alguno de mis amigos me preguntaba qué quería ser de mayor, yo respondía con sorna: un hombre objeto. Los deseos a veces se cumplen ─me dije. El movimiento cansino de las hojas de los árboles ponía música de fondo a mis pensamientos.

─Esto es una especie de despedida temporal ─prosiguió Claudia sacándome de mis dudas metafísicas. Me voy unos días de vacaciones a Bari; tú tendrás que estudiar para los exámenes finales. Cuando hayas acabado, ven a verme, prepararé a mi marido para que acceda a que hagas prácticas con nosotros. Si tienes cualidades y trabajas duro, tal vez, puedas quedarte en el bufete algún tiempo.  Te pido discreción. El verano ha terminado.

No me preguntó qué sentía yo, ni si me apetecía estudiar, ni si quería trabajar en el bufete Prádena y asociados, ni siquiera si la iba a echar de menos, dio por hecho que lo que me estaba ofreciendo era lo mejor de lo mejor. Habló con la seguridad de siempre y dio por zanjado el asunto. Me sentí como una marioneta cuyos hilos son manejados con maestría y sin pudor, dejando claro quién es el dueño.

─Efectivamente el verano había terminado ─pensé con cierta melancolía.

Fue sólo un instante de pesar, enseguida recobré el aliento y el sentido común. Yo también me había divertido, había tenido una aventura inolvidable con una mujer voluptuosa que además me ofrecía trabajo ¿Qué más podía pedir? En todo ese tiempo no habíamos hablado de amor, ni del presente ni del futuro; solo habíamos follado hasta la extenuación, sin compromisos, yo había aprendido a colmar a una mujer, despertar sus sentidos, satisfacer sus deseos y había disfrutado cada minuto ¿Qué importaba el amor en todo eso? Aquello nada tenía que ver con ese sentimiento sobrevalorado, aunque a veces, en la soledad de mis noches, pensaba en ella con ternura, sentía sus caricias en mi rostro e imaginaba que paseábamos  de la mano como dos enamorados en una playa solitaria  a la puesta de sol. En el fondo era un romántico.

Mientras me vestía, reconocí que todavía era muy joven y confundía los requerimientos sexuales de una mujer con el amor. Aquel error se subsanaría con el tiempo.


3. Entrega tercera. La seducción del poder

En el número 12 de Letra 15, en junio de 2022. Entrega tercera. La seducción del poder.


4. Entrega cuarta. Si el amor fuera la meta

4.1. Entrega cuarta. I. A fuego lento

Publicada en web Biblioteca APE Quevedo, 13 de octubre de 2022.

Un día te despiertas y compruebas que ya no eres un jovenzuelo en pleno aprendizaje, la vida aprieta el paso y te obliga a actuar.

Decidí dejar el bufete Prádena y asociados definitivamente a finales de enero de 1998, me faltaban unos meses para cumplir 40 años, momento ideal para cambiar de aires, me dije. Se lo comuniqué a Claudia al final de la jornada, estábamos los dos solos en su despacho, el que había sido de su marido.

─Supongo que ya ha llegado el momento de volar solo. Te deseo lo mejor ─dijo con voz serena, aparentemente, sin rencor.

─Siempre estaré en deuda contigo, Claudia, pero la vida sigue, necesito ser dueño de mis propias decisiones, espero que lo entiendas.

─Claro. Fue bonito mientras duró, como dice la canción. Espero de todas formas que no perdamos el contacto y salgamos alguna vez. Lo hemos pasado muy bien juntos y no tenemos por qué dejar de hacerlo.

─Naturalmente. Te lo prometo.

Me acerqué a ella y la besé en la boca, abrió los labios ligeramente y me rodeó el cuello con sus manos. Percibí su olor como aquel primer día en que me sentí el hombre más afortunado del mundo al comprobar que una mujer inalcanzable se había fijado en mí. La estreché con fuerza. Creo que me emocioné, ella también.

─Basta de despedidas, no me voy al polo norte, solo dejo el despacho ─concluí.

Cuando me marchaba reparé en la vieja fotografía que aún presidía aquella mesa,  un hombre mayor y una joven atractiva paseaban enlazados por la playa, el llevaba en la mano las zapatillas de la chica. Intuí la sonrisa condescendiente de Prádena, desde aquel mítico retrato, mientras cerraba la puerta y me alejaba.

Retomé mi vida sin la dependencia que había tenido hasta ese momento de Claudia. Si volvía la vista atrás, me daba cuenta de que todas las personas con las que había salido en los últimos años estaban de una manera u otra relacionadas con Claudia o el bufete, que mis gustos, mis aficiones y hasta mis placeres ocultos me los había descubierto ella. Casi habían pasado veinte años desde que la contemplé embelesado por primera vez en aquella tarima de la Facultad de Derecho con su moño bajo, sus gafas de profesora inglesa y su cuerpazo de modelo. Desde ese día mi vida había estado ligada a la suya, me enseñó a negociar, a disimular, a disfrutar y exprimir cada momento, cada situación,  en definitiva, me enseñó  a vivir. Había sido, a la vista de todos, un alumno aventajado pero había llegado el momento de pasar página.

Me moría por descubrir otros mundos, otros placeres y ser yo mismo, además me gustaba el giro de guion que había dado mi vida, ahora podía ser yo el maestro y esa tarea me seducía más de lo que estaba dispuesto a  reconocer.

Abrí mi propio despacho, contraté a algunos becarios que habían pasado por Prádena y asociados y conseguí clientes gracias a mis buenas relaciones con empresarios y banqueros, entre ellos el viejo Salcedo que aún seguía en activo.

Reanudé mi relación con antiguos compañeros de la Facultad y sobre todo con Lucas, que ya era un reconocido investigador, y aunque se había instalado en Madrid viajaba con frecuencia a Estados Unidos por cuestiones de trabajo, pero también porque mantenía una relación sentimental con Mike.

Con los años Lucas había conseguido abrirse un poco más, desde la muerte de Gonzalo le veía a menudo, le ponía al corriente de los asuntos que tenían que ver con Clara, era como si compartiéramos aquella tarea y eso me reconfortaba. Una noche, mientras cenábamos en un restaurante de moda, le puse al tanto del giro que había dado mi vida y me felicitó por ello. Nos hicimos confidencias como en los viejos tiempos y ya casi al final de la noche me contó lo que más le preocupaba en esos momentos:

─Mike tiene sida ─dijo con un hilo de voz.

─Lucas, ¿cómo no me lo habías dicho antes? ¿Puedo hacer algo? ─titubeé.

─Nada. Está en buenas manos. Hace más de un año que se lo diagnosticaron. No te lo he dicho por miedo al estigma que aún hoy sufren los enfermos de sida. Ahora está probando un nuevo tratamiento en el que están puestas muchas esperanzas, si todo sale bien podría  convertir esta maldita enfermedad en crónica. ¡Ya veremos!

Lucas mostraba, desde hacía algún tiempo, una melancolía profunda, pero él era tan reservado, tan discreto que no imaginaba que la cosa fuera tan grave. Convivíamos con el sida desde los años ochenta pero era la primera persona de mi entorno que enfermaba, me preocupé por Lucas.

─Te has hecho la prueba ─le pregunté de inmediato.

─Sí, no te preocupes, negativo. Guardamos todo tipo de precauciones.

Respiré aliviado.

─En Estados Unidos  hay una gran preocupación, están muriendo muchas personas, también en España y hay que tener cuidado. También tú, Alejandro, esto no es cosa solo de homosexuales.

La conversación con Lucas me había dejado impactado, recordaba al fortachón de Mike en aquella navidad que pasé en Nueva York y parecía mentira que alguien como él, vital, alegre, fuerte pudiera estar enfermo. Desde hacía algún tiempo pensaba en aquella enfermedad como un castigo que nos había impuesto el destino sobre todo para personas como yo a las que nos gusta disfrutar de la vida y del sexo sin ataduras. Como consecuencia del virus, me había acostumbrado a follar con preservativo y miraba con recelo a algunas chicas que sabía coqueteaban con la droga y no me daban ninguna seguridad. La situación requería prudencia, además,  iba a cumplir cuarenta años, esa edad en la que la vida de uno se pone patas arriba, llega la primera crisis existencial y se siente la necesidad de un cambio de rumbo.

En el fondo, seguía siendo el mismo hedonista de la adolescencia, la búsqueda del  placer era mi principal objetivo, eso no había cambiado, pero sentía que debía dejar un poco atrás las locuras de juventud ¿Estaría madurando?

Decidí acudir con regularidad a un gimnasio, en Madrid se habían puesto de moda y allí acudían profesionales, ejecutivos, artistas y lo más granado de la capital. El lema: Mens sana in corpore sano se había extendido entre los jóvenes y no tan jóvenes de los 90.  El culto al cuerpo se había impuesto y en eso encontré también mi particular zona de placer. Me hice socio de un club deportivo, cercano a mi nuevo despacho donde el deporte estrella era el squash. Allí me reunía con Salcedo y otros conocidos para darle a la raqueta, pronto la visita al gimnasio se convirtió en una rutina más, ¡había que conservarse joven! Además del squash, pasaba tiempo en la sala de musculación, en la sauna y en el spa, conocí otro tipo de personas con las que había tenido poco contacto hasta ese momento, artistas, periodistas, presentadoras de televisión o deportistas, me dejé de nuevo engullir por el  mundo de la noche, estrenos de teatro, conciertos y discotecas de moda, aunque con mayor prudencia que en mis tiempos jóvenes.

El destino quiso que fuera precisamente en aquel gimnasio donde tuviera lugar un reencuentro que me llegó al corazón.

Había salido tarde del despacho y estaba solo en la cafetería tomando una bebida isotónica, por la cristalera que comunicaba con el pasillo central observé un grupo de chicas que salían de la clase de yoga. Una especialmente llamó mi atención, mi corazón dio un vuelco, me acerqué hasta comprobar que realmente era ella. Seguía delgada, el pelo negro cortado en media melena que apenas tocaba los hombros y marcaba su cara redonda y morena, vestía una malla negra y una camiseta fucsia de tirantes ajustada al cuerpo, debajo del brazo la esterilla y una botella de agua. Me dirigí al pasillo antes de que se perdieran en los vestuarios femeninos

─¿Sofía? ─pregunté.

Se volvió, una mirada dulce reconocible a pesar del tiempo transcurrido me atravesó el alma.

─Sofía, qué sorpresa, soy Alejandro Leyva.

Volvió a mirarme con  incredulidad y me extendió los brazos. Nos fundimos en un abrazo afectuoso.

─Alejandro, ¿Qué haces por aquí? ¡Cuánto tiempo!

La invité a un café. Estaba igual que siempre, ya no era una chiquilla pero conservaba la dulzura de sus ojos y una familiaridad cercana en sus gestos. Yo sabía que trabajaba en televisión, pero hacía tiempo que no la veía en pantalla y jamás habíamos coincido en ningún sitio. Desde que acabamos la carrera no habíamos vuelto a hablar.  Me contó que había estado fuera, cubriendo  la guerra de los Balcanes y que había venido muy tocada, así que se relajaba practicando yoga.

No le solté la mano en mucho rato, era la última persona que esperaba encontrarme en aquel sitio pero me había removido por dentro y estaba contento.

Nos pusimos inmediatamente al día, vivía sola en Malasaña, estaba  separada y se dedicaba al periodismo tal como siempre había soñado.  No podía dejar de mirarla. Me parecía verla con su vestido blanco en la fiesta del colegio, el día que  me rechazó y yo me sentí el hombre más desgraciado del mundo.

─¿Así que yoga? ─Eh? ─dije sin apartar mis ojos.

─Sí. Después de contemplar en directo los horrores de la guerra tienes que recurrir a algo poderoso. El yoga me ha ayudado mucho para conseguir una estabilidad y un equilibrio además de controlar el dolor. También  me declaro seguidora de la filosofía oriental, los masajes relajantes y la meditación ─explicó con cierta sorna.

─Era previsible ─contesté─. Te imagino metida en ese mundo, va con tu personalidad, yo sin embargo me he dedicado a los peligros de la noche y a rodearme de tiburones urbanos.

Reímos y nos abrazamos de nuevo

─¿Qué ha sido de Lucas? ─preguntó.

Recordé cuando me destrozó el corazón al confesarme que estaba enamorada de él, aunque sabía que él nunca la correspondería por su orientación sexual.

Le hablé de su exitosa carrera como investigador y de su relación homosexual con Mike, omití la enfermedad.

─Sabía que era especial, los rumores sobre su homosexualidad eran insistentes en el colegio, yo al principio no lo quería creer, era tan guapo, tan atento, tan educado.

─Ya, y estabas loca por él. ¿Te he dicho que fuiste la primera chica que me dio calabazas? Mi primer desengaño amoroso, vaya, ese que es difícil de olvidar.

─Claro, seguramente eso te habrá impedido disfrutar del amor a lo largo de estos años ─ironizó.

Las horas pasaron volando, hacía tiempo que no me encontraba tan relajado.

─Tenemos que quedar algún día, reanudar nuestra amistad ─dije con entusiasmo.

Cuando nos despedimos le di un beso en los labios, esta vez no los retiró.

Dos semanas más tarde me invitó a cenar a su casa, llevé el vino y el postre, además de un viejo álbum de fotografías que repasaba mi vida y la de Lucas en los últimos tiempos. Vivía en un primero sin ascensor en la calle Espíritu Santo. Me llamó la atención la decoración oriental, pocos muebles de líneas rectas y horizontales de escasa altura, grandes alfombras, cojines  de motivos geométricos y un sinfín de velas colocadas en sitios estratégicos.

Durante la cena, nos reímos, nos emocionamos y nos hartamos de recordar,  terminamos la botella de vino y otras dos más que había sacado Sofía. Acabamos hablando de relaciones sentimentales y de sexo. Me sorprendió su teoría sobre el placer, a ella le gustaba alargar las relaciones sexuales, estimular cada una de las zonas del cuerpo y controlarlo después a través de la mente para evitar un orgasmo rápido.

En el sexo no es lo más importante llegar rápidamente al orgasmo, creo que en Occidente estamos equivocados. En oriente les gusta el sexo a fuego lento, son expertos en los preliminares, les seduce el juego erótico, el descubrimiento y estimulación de todas las zonas erógenas de la pareja, retardar lo más posible la penetración. Lo que te digo: «prolongar el placer».

Me parecía mentira, que ella, mi amiga Sofía, la pequeña Sofía se expresara en esos términos.

─Lo más importante son las caricias, los besos, los masajes, disfrutar de la esencia del placer con mayúsculas. Liberar endorfinas, desbloquear energías positivas, abandonarnos a la sensualidad.

Mientras hablaba paladeaba el vino con gusto y cerraba los ojos. Tenía una voz radiofónica, armónica y bien timbrada. No podía dejar de mirarla. Por debajo de la blusa blanca intuía sus senos pequeños y redondos, hacía tiempo que solo nos alumbraban dos hileras de velas, y nos envolvía una música relajante  de las que se oyen en salones  de masajes.

Tras un breve silencio, dejó caer unas gotas de vino sobre su escote, me acerqué intuitivamente hacia ella y lamí el líquido rojo. Se colocó sobre los cojines

─Despacio ─susurró.

Mientras le lamía el cuello, le quité la blusa y  me liberé, con su ayuda, de los pantalones. Nos desnudamos uno a otro con parsimonia, sin prisas, dejándonos llevar por la atmósfera. Minutos después me encontré desnudo sobre un gran fotón de bambú, en una habitación pintada de colores violáceos. Sofía preparaba lociones y aceites aromáticos a mi lado.

─¿Te gustan los masajes? A mí me encantan. Hay que derribar barreras y dejarse tocar todo el cuerpo, merece la pena.

Mientras hablaba se había arrodillado y seleccionaba uno de aquellos frascos, su olor atravesó mi olfato.

─Cierra los ojos, exhala todo el aire, concéntrate en mis manos  y deja caer todo el peso de tu cuerpo sobre el colchón.

Me dejé llevar por su voz y por  sus manos.

Masajeó la planta del pie con las yemas de sus dedos, friccionó acompasadamente la piel que se encuentra entre cada uno de ellos con aquel líquido viscoso.

─Es neroli ─añadió─, es una fragancia agridulce que libera la ansiedad y es extremadamente sensual, ¿lo notas?

Sus manos se movían con ritmo constante sobre mis pies, los sopló, los chupó y mordió juguetonamente, los secó con el calor de su aliento, a veces los llevaba hasta su pecho desnudo y sentía su caricia.

Me tendió boca abajo  para recorrer mi cuerpo de los tobillos a los hombros con movimientos ascendentes y descendentes, sus dedos masajeaban mis piernas, mis glúteos, mi espalda mientras notaba su aliento cuando se inclinaba sobre mí. Percibía el contacto de su pecho desnudo, que se movía al compás de sus manos, aunando esfuerzos y cuando la presión de sus dedos llegaba a mis hombros volvía en sentido contrario. Había conseguido olvidarme de todo. Respiraba y gozaba. Cuando me dio la vuelta, el placer fue aún más intenso. Inició sus movimientos maestros en el empeine de mis pies y siguió en sentido ascendente por el anverso de mis piernas, las rodillas, las caderas, la cintura, a la altura del esternón abría sus manos en forma de abanico sobre mi pecho, no tocaba mis pezones solo los rodeaba pero ellos respondían sabiamente. Se detenía en mi nuca, detrás de las orejas, en el cuello, una y otra vez con suaves movimientos. Sus caricias sobre mi vientre me excitaban, abrí sin querer las piernas, sentía un sudor frío. Aunque el miembro apuntaba al techo, erecto, inflamado, caliente, ella no lo tocaba. Si acaso masajeaba ligeramente los testículos sin detenerse mucho en ellos. El tiempo se había ralentizado. Masajeaba mis muslos por la parte interior y notaba que me abrasaba por dentro, permanecía en silencio, inmóvil intentando adueñarme de sus dedos, de sus manos, de su aliento y dejándome arrastrar hasta un vacío infinito adonde me hundía y de donde volvía a resurgir.

No soy consciente del tiempo transcurrido, sus manos pararon y se dirigió al cuarto de baño. Yo no podía moverme. Estaba terriblemente excitado, mi mente creaba imágenes sensuales iba a estallar de un momento a otro pero me había prometido a mí mismo resistir.  Sofía volvió, traía las manos mojadas en un aceite distinto, un fuerte olor nos envolvió, tras acariciarme la zona interna de los muslos, tomó mi pene entre sus manos, apenas lo tocaba sólo lo envolvía, el deseo era más fuerte que la voluntad, yo también necesitaba participar mis manos acariciaron su entrepierna le acaricié los labios vaginales, abrí mi mano ocupando todo su sexo, con un dedo acariciaba el vestíbulo de la vulva, sentía su deseo, gritaba pero quería seguir jugando. Seguimos acariciándonos el uno al otro. Nos movíamos lentamente en un compás cansino. Por fin, una oleada de placer me condujo a una descarga intensa; poco después Sofía arqueó su cuerpo y lanzó un grito sordo.

La meta del sexo tántrico no es el coito, ni la eyaculación ─me susurró  al oído.

─Perdona, pero es mi primera vez. Ha merecido la pena esperar veinte años.

Nuestras risas resonaron por encima de la música. Sudorosos y exhaustos nos dejamos caer sobre el fotón japonés.

Durante unos meses sostuve una relación fluida con Sofía, aunque no mantuvimos relaciones sexuales. Es como si ya hubiéramos resuelto una cuenta pendiente desde el instituto y no hubiera necesidad de repetir.  Nos veíamos en el gimnasio, salíamos, compartíamos cena y conversación de una manera afable hasta que un día volvió a marcharse por trabajo fuera del país y perdimos de nuevo el contacto.


4.2. Entrega cuarta. II. A las puertas del cielo

Publicada en web Biblioteca APE Quevedo, 13 de noviembre 2022.

Ni antes, ni después, todo llega cuando tiene que llegar, algunos lo llaman destino.

Mi incalificable relación con Clara seguía viva. Había empezado a quedarse algunos fines  de semana en casa como la cosa más natural del mundo aunque yo seguía sintiendo por ella una fuerte atracción sexual que trataba de controlar por todos los medios. Algunos domingos por la tarde los pasábamos acurrucados en el sofá viendo cine clásico. Nuestra relación era cada vez más estrecha pero también más ambigua, casi peligrosa. A veces las cosas que más deseamos son las que fingimos no desear.

─¿Puedo hacerte una pregunta personal?

─Claro, ¿qué quieres saber? Soy un hombre de  gran experiencia ─ironicé.

─Eso ya lo sé. ¿Por qué no tienes pareja? ¿Por qué no te has casado? Mis amigas dicen que «estás muy bueno».

─¿Solo tus amigas? ¿A ti no te lo parezco? ─dije mirándole a los ojos.

Se ruborizó.

─Claro que sí. Eres alto, guapo, encantador… y rico, pero no has contestado a mi pregunta.

─¿La verdad? Pues… hace falta valor para casarse y yo no lo tengo. El matrimonio no es para mí. No me gustan los compromisos, ni las ataduras, prefiero la libertad en las relaciones, en el sexo, en la vida.

Se quedó callada unos instantes.

─¡Mi padre y tu sois tan diferentes! Mi padre se enamoró muy joven de mi madre, se casaron pronto y eran muy felices, no necesitaban más.

─Tu padre tuvo mucha suerte, encontró pronto lo que buscaba y fue correspondido. Yo aún no sé lo que busco.

─Ya. Pues, a mí me gustaría casarme y tener hijos, no ahora, claro. Aún tengo mucho que aprender. Algún día…

Los ojos se le iluminaron, me inspiraba ternura y al mismo tiempo deseo, pura atracción física. A veces sentía un pinchazo incontrolado en la bragueta cuando se acercaba demasiado a mí. Disimulaba, pero, el deseo es explosivo y vuelve una y otra vez sin avisar. Tenía que utilizar todas mis tretas de hombre de mundo para ocultar mi vena más lujuriosa. Me gustaba el papel de tutor, de guía pero cuando clavaba sus ojos en mí, con una ingenuidad que a veces me parecía fingida, me habría abalanzado directamente sobre ella y la habría devorado sin más. En aquellos instantes, mi cabeza daba un sinfín de vueltas, mientras sus ojos transparentes y vivarachos me cercenaban la consciencia y me perdía sin remedio en el nacimiento de su pecho a través del escote.

Ya era una joven coqueta, se arreglaba con esmero, vestía faldas cada vez más cortas y ajustadas, se pintaba los labios y se ponía colorete en las mejillas. Intuía que se preparaba para algún hombrecillo de esos que se empalmaban con sólo verla y me enfurecía al pensarlo. A veces la esperaba como un vigía desde la ventana, y me desesperaba verla llegar despeinada, con las mejillas encendidas, seguramente, por haber librado algún combate en el portal, o en el coche de algún pardillo que ni siquiera sabría besarla en condiciones. Bienvenido al mundo de los celos, me habría dicho Lucas si le hubiera confesado estos pensamientos libertinos. Lo cierto es que algo me consumía por dentro. La espiaba a través de las cortinas, la interrogaba con la mirada, quería descubrir en su ropa, en su sonrisa, en su olor hasta qué punto conocía y practicaba ya las lides amatorias. Yo sabía que los jóvenes de finales de los noventa, nada tenían que ver con nuestra generación de los setenta, que habían normalizado el sexo, pero ignoraba hasta dónde había llegado Clara. Me moría por saber o tal vez directamente me moría por comprobarlo. Ahora debía gestionar también los celos que se estaban convirtiendo en una especie de enfermedad de mi propia imaginación. ¡Tal vez me estaba haciendo mayor!

El tiempo pasaba y llegó el momento de su mayoría de edad. Me pidió como regalo de cumpleaños un viaje a Lisboa, de donde era parte de la familia de su madre. No pude negárselo. Partimos un miércoles por la tarde, Clara se mostraba radiante, inquieta dicharachera, entusiasmada. Era nuestro primer viaje,  juntos. La ciudad le encantó de inmediato. Nos instalamos en el Sheraton, cerca de la plaza de Rossio.

─Es  el hotel más lujoso en el que me he alojado nunca ─dijo, mientras se dejaba caer en la cama─. Tú  sabes vivir, Alejandro, ¡ya lo creo!, de mayor quiero ser como tú.

─Ya tendrás tiempo, aún eres muy joven. Tendrás que trabajar y triunfar, no espero menos de ti. Pero aprende que la felicidad siempre está en los pequeños placeres no necesariamente caros.

─Claro, eso lo decís siempre los que tenéis dinero ─sentenció.

Durante unos días ejercí de auténtico cicerone por la ciudad portuguesa, visitamos la torre de Belem, el castillo de San Jorge  y el barrio de Alfama.

Ella respondía colgándose de mi brazo, dejándose sorprender y guiar por las callejuelas empinadas del barrio alto, o la plaza del comercio; nos fotografiamos en el mirador de San Pedro, nos sentamos en cafés románticos de sabor literario, charlamos del pasado, siempre recordando a su padre, y del halagüeño futuro cercano.

Me sentía feliz, con una paz desconocida que aunaba sosiego y turbación al mismo tiempo. No echaba de menos  mis orgías, ni a mis amantes, allí también saboreaba el verdadero placer, un placer diferente que me conducía por otros recovecos desconocidos pero igual de intensos. Por las noches la oía respirar dormida en la cama de al lado y creía morir de ansiedad. En ella confluían sentimientos fuertes y contradictorios, la pasión desbordante que sentía por Claudia, la confusión de sentimientos que me había inspirado Lucas en la adolescencia, la carnalidad de las mujeres de La gatita presumida, pero además me embargaba un sentimiento más profundo en el que se unía  el  placer de lo prohibido, la atracción del pecado y tal vez el amor, aunque en aquella época todavía no había aprendido a llamarlo por su nombre.

Mi cabeza era un hervidero de contradicciones. Quería respetarla y seducirla, protegerla y conducirla al abismo, guiarla sensatamente por la vida y corromperla sin más. Me movía en una disyuntiva compleja, podía ser mi hija pero interiormente deseaba que fuera mi amante.

La última noche en Lisboa, lo celebramos por todo lo alto, visitamos El pabellón chino; parecía una niña, dejándose sorprender por todos y cada uno de los objetos que allí había. Cenamos caldo verde, bacalhau à brás, pasteles de Belem y probó por primera vez el licor dulce de guindas, típico de la ciudad. Se dejaba seducir por mis atenciones, disfrutaba de cada plato, me agradecía insistentemente todo lo que estaba viviendo y yo cada vez más orgulloso, en mi papel de benefactor, invadido por mi propia vanidad me dejaba adular.

De madrugada, caminamos enlazados por la cintura hasta el hotel y me sentía irresistible. En la habitación, sobre mi cama, seguimos bebiendo champán hasta que se acurrucó en mis brazos y se quedó dormida.

Ya no pude reprimirme más, las ganas superaban al posible sentimiento de culpa posterior, la besé en los labios con delicadeza, mis manos recorrieron su espalda, su cuello, se detuvieron en su pecho firme, noté erizarse sus pezones, al tiempo que, adormilada, respondía a mis besos. Fueron solo unos instantes. Recobré la cordura y me retiré al cuarto de baño. Necesitaba una ducha. Cuando salí, Clara dormía profundamente.  

Al día siguiente se extrañó de qué hubiéramos intercambiado las camas. Le conté que estaba tan mareada que no pudo llegar hasta la suya.

─Ha sido el viaje más maravilloso de mi vida ─dijo besándome en la mejilla, cuando aterrizamos en Barajas.

Ya de vuelta en Madrid,  ella siguió con sus estudios y yo con mi vida, el nuevo despacho, mis nuevos amigos, mis nuevas aficiones, pero dedicándole todo el tiempo que ella requería. Se había convertido en mi prioridad.

El día que cumplí 40 años, Clara estaba preparando la Selectividad, había aprobado bachillerato con buenas notas. Era viernes y se tomó todo el día libre para celebrarlo conmigo.

─No quiero que te deprimas, los cuarenta son palabras mayores ─decía con sarcasmo.

─Ya, espera y verás cuando los cumplas tú ─le contestaba.

Tenía preparada una gran fiesta para el sábado en Pachá a la que había invitado a un montón de amigos, también a Claudia, pero ese viernes era solo para los dos. Me pidió ocuparse ella de todo, estaba aprendiendo a cocinar y quería probar conmigo una receta de su madre. No escatimó ningún detalle, una bonita mesa, música, luz indirecta y mi vino preferido, parecía una chica de mundo dispuesta a conquistarme. Me dejé agasajar. Era tan inocente y a la vez tan sensual en sus movimientos que me tenía atrapado. Charlamos largamente sobre la Universidad, quería empezar en España Bellas Artes y luego viajar a Italia, pretendía ganarse la vida con la pintura. Yo la miraba embelesado, de repente me parecía mucho más madura, toda una mujer y el deseo volvía a aflorar.

 Aquel día por primera vez se interesó por mi relación con Claudia. Nunca le había ocultado que era algo más que mi jefa, sabía que éramos amantes desde hacía tiempo; alguna vez incluso, habían coincidido en casa, pero nunca me había preguntado qué sentía realmente por ella. 

─Claudia y yo tenemos una relación muy especial pero como pareja no duraríamos ni tres semanas ─concluí.

─Ya, pero… ¿ alguna vez has estado enamorado de ella o solo ha sido sexo? ─insistió.

─Solo sexo. Pero también el sexo ata con fuerza, no te vayas a creer ─respondí finalmente.

─Lo suponía. Lo cierto es que Claudia es una mujer fascinante, sabe lo que quiere, maneja a los hombres sin complejos.

─Tú cómo lo sabes? ─le pregunté sorprendido.

─Porque soy muy observadora ─contestó mirándome fijamente a los ojos.

─Y, ¿qué más has descubierto?

─Que hacéis muy buena pareja, aunque a ella se le ve mayor. Creo que tienes que enamorarte de alguien más joven ─zanjó.

Me desconcertaba su espontaneidad. No sabía adónde quería ir a parar, sus palabras, su mirada, sus silencios parecían tener una doble intención.

Tras la cena me enseñó su regalo, era una pintura muy bella, irradiaba sensibilidad, me emocionó, entre trazos difusos se intuía una pareja, enlazados por la cintura, de espaldas, contemplando el atardecer.

Me confesó que se había inspirado en una fotografía que nos habíamos hecho en Lisboa y me pareció un regalo muy personal, íntimo y emotivo. Quise besarla en la mejilla para darle las gracias pero se giró suavemente y nuestros labios se encontraron, de refilón, apenas un toque suave, suficiente para que la llama que me quemaba por dentro saliera a la luz. Me retiré tratando de apaciguar mis más primitivos instintos, pero la hoguera  ya estaba encendida.

Fui a por una botella de champan para brindar.

─Por el futuro ─dije levantando la copa.

─Por el futuro contigo ─ contestó.

La abracé, sentí su respiración y me impregné de su olor durante algunos intensos segundos.

Nos acomodamos en el sofá, reposó su cabeza en mi regazo mientras yo le acariciaba los cabellos. Le besé en la frente y ella se apretó contra mi cuerpo en un peligroso juego.  Lo vi claro, ya estaba dispuesto a  arder en el infierno hasta que solo quedasen las brasas.

Cuando comenzamos a besarnos la atmósfera ya se había cargado de deseo y excitación. Yo había tomado la iniciativa, ella se dejaba llevar con timidez. Puse mi rodilla entre sus muslos, presionando su sexo, mientras mi mano abierta abarcaba su pecho pequeño y erguido, y mis dedos pellizcaban su pezón endurecido por encima de la blusa. Le desabroché los dos primeros botones, le acaricié los pezones con movimientos suaves, luego más intensos, acerqué mi boca y los mordisqueé; Clara había cerrado los ojos, se mostraba tensa pero receptora y su cuerpo respondía a mis caricias con vehemencia. Estaba ciego, me dolían los genitales de la presión de la cremallera del pantalón pero quería ir despacio, que ella disfrutara, que se adentrara en ese entramado de placeres sutiles e inexplicables y que yo fuera su guía, como lo fui por las calles de Lisboa.

Le quité despacio la blusa sin dejar de besarle el cuello y la nuca, la liberé del sujetador y sus dos pechos saltarines como pelotas de tenis aparecieron ante mis ojos, los besé con ternura para estrujarlos con fuerza después, mientras acariciaba su espalda y besaba el lóbulo de su oreja. Clara gemía tímidamente. Me arrodillé ante ella como el siervo ante su señora, como el devoto ante su dios, le bajé el pantalón hasta el tobillo, rocé su vientre primero con mis dedos luego con la palma de la mano, ella se estremecía en cada movimiento, introduje mi lengua húmeda en su ombligo, apoyé mi cabeza en su regazo, en el hueco de su vientre inundándome de su olor, del sabor de su sexo tembloroso, hasta adentrarme en el pozo caliente y misterioso de su cuerpo. Terminé de desnudarla completamente y la tomé en mis brazos con delicadeza para llevarla a la cama. Clara no había dicho nada, seguía con los ojos cerrados, respiraba de manera entrecortada, sentía su ansiedad y su silencio. La deposité entre las sábanas como un diamante en su cajita de plata y me desnudé rápidamente, había abierto los ojos y sonreía tímidamente mientras me tumbaba sobre ella totalmente empalmado.

Acaricié cada uno de los pliegues de su cuerpo,  desde la nuca a los pies, la besé con ansiedad, jugueteé con su cuerpo, me detuve en su sexo, abrí sus labios como los pétalos de una flor y me perdí para siempre entre sus hierbas frescas y olorosas. Las contracciones del cuerpo de Clara eran cada vez más fuertes, después de haber besado cada rincón de su anatomía, me coloqué sobre ella, mi sexo buscaba con ansiedad acomodo entre sus piernas, mientras nuestras lenguas jugueteaban. Quería poseerla, no podía parar, no quería parar, ahogarme en el pozo de su boca, quedarme para siempre prisionero de su sexo, adueñarme de su cuerpo, venderle mi alma. Había iniciado un viaje sin retorno, un viaje de placer, una aventura no sin riesgos en compañía de una criatura angelical que me acompañaría hasta las puertas del mismísimo cielo.

Nos quedamos dormidos. Descubrí que en la cumbre del paraíso se abría paso un camino que conducía al infierno. Sentí vértigo. Constaté entonces, que todos llevamos encima porciones del cielo y del infierno: el deseo y la culpa, la lujuria y el arrepentimiento. Entre sueños indescifrables, me asaltaban fuertes remordimientos de conciencia, había perdido la voluntad y el decoro, me había doblegado al deseo, a la  fuerza de la carne, era un monstruo, me perseguían demonios envueltos en llamas todos con la cara de Gonzalo….

Cuando abrí los ojos, envuelto en sudor, Clara dormía a mi lado como una niña pequeña, cobijada en mis brazos con su cabello rubio esparcido por las sábanas. La besé. El arrepentimiento había desaparecido. En la vida hay que correr riesgos si quieres disfrutar al máximo y yo estaba dispuesto. Hacerle el amor, había sido una ceremonia mística con la que soñaba desde que la conocí, un ritual de iniciación, un nuevo laberinto inexplorado cuyas puertas se abrían inexorablemente ante mis ojos; me acordé de «la gatita presumida», de Vanesa, de los nervios de la primera vez y sonreí mientras le acariciaba la mejilla.

Clara empezó a moverse y me abrazó, su desnudez joven y arrogante volvió a estremecerme. No me había equivocado. La estreché con fuerza y besé sus cabellos en un intento de protegerla de todo lo que pudiera venir, incluso de mi persona. Quise decir algo pero no encontré la palabra adecuada, seguí abrazándola hasta  confundir su respiración con la mía.


4.3. Entrega cuarta. III. Ritos de iniciación

Publicada en web Biblioteca APE Quevedo, 8 de diciembre de 2022.

El destino, caprichoso, nos ha colocado en la misma senda, pero de nosotros depende caminar juntos.

Después de aquella primera vez, todo cambió, nos dejamos llevar por la fuerza desmedida del deseo, por el poder misterioso del amor, por la energía de una relación casi prohibida que a cada minuto convertíamos en inevitable. Me volqué en aquella historia como nunca antes lo había hecho. Durante algún tiempo, dejé amigos, juergas y amantes temporales, deseaba estar con ella; la llamaba a todas horas, inventaba cualquier excusa para verla, no me cansaba de mirarla, de acariciarla, de poseerla. Clara  me halagaba, me admiraba y yo la exhibía delante de todo el mundo, como un trofeo inmerecido, mostrando mi felicidad a los cuatro vientos, sin tapujos, como un adolescente enamorado.

─Estás enganchado a esa chiquilla ─decía Mena─. ¡Quién te ha visto y quién te ve!

─Es el amor, amigo. Nunca creí que diría esto, pero es lo que hay.

Empecé a replantearme la vida y, por primera vez, me vi sentando cabeza, al lado de Clara, descubriendo nuevos  placeres.

El sexo con ella era distinto. Estaba  acostumbrado a mujeres como Claudia que imponían su criterio, que gozaban sin remilgos y pedían lo que necesitaban. Clara se mostraba sumisa, como una niña buena, siempre quería complacerme pero a veces sentía que la asustaba. ¡Aquello «me encendía» más de lo que quería admitir! El deseo de hacerla feliz era más fuerte que ningún otro sentimiento. Dediqué aquellos meses a enseñarle todos los recovecos del placer, a explorar su propio cuerpo, a deleitarse en sus propias sensaciones, quería convertirla en mi  obra maestra. El placer para mí adquiría, ahora, un nuevo sentido. El goce compartido, la satisfacción del otro me abrían un nuevo camino para disfrutar del sexo y también de la vida.

El día que le pedí que se masturbara en mi presencia, se negó en redondo.

─¡Qué dices! Me da vergüenza, Alejandro.  No me pidas eso ─suplicaba como una niña pequeña.

─¿Por qué no? ─insistía─. Una mujer debe conocer su propio cuerpo, sólo así alcanzará el verdadero placer.

La desnudé con cuidado y la coloqué delante del espejo, le hice abrirse de piernas y mirar su cuerpo.

─Haz lo que yo te diga, déjate llevar ─le susurré, mientras me sentaba al otro lado de la cama, desde donde contemplaba su piel y sus curvas reflejadas en el cristal. Su nerviosismo inicial me producía ternura.

─Pellízcate los pezones y ponlos duros, para que yo los vea, así me excitaré también y te desearé aún más. Explora tu sexo, acaríciate, siente como se inflama, sigue frotando, no te detengas.

Como una niña buena y aplicada hacía todos aquellos movimientos que le indicaba, unas gotas de sudor resbalaban por su frente. Su corazón latía con  fuerza.

─Ya estás preparada, lo sé, lo siento, acelera el ritmo, sigue acariciándote.

Oía sus gemidos tímidos, entrecortados, observaba sus manos moverse temblorosas, sus ojos suplicantes, sentía su pudor, su inseguridad pero también su deseo creciente. No pude aguantar más y fui en su ayuda. La rodee por detrás, coloqué mi mano sobre la suya que acariciaba su sexo y presioné, al tiempo que saboreaba su cuello y sus mejillas. Cubrí con la palma de mi mano todo el pubis, sintiendo su calor mientras dirigía sus movimientos, su cuerpo se tensó aún más, hasta que lanzó un gritó ahogado y su rostro se descompuso como si estuviera luchando en una tremenda tempestad. Cuando se calmó, suspiré con satisfacción en su propio oído.

─La próxima vez lo puedes hacer tu solita y que yo te vea. Tus grititos me ponen muy cachondo, ¿sabes?

Me besó con ferocidad.

─¡Eres un viejo verde!, pero… no puedo vivir sin ti ─gritó mientras se dirigía a la ducha.

Estaba obsesionado con ella. Clara aprendía de prisa, cada vez se mostraba más relajada ante mis requerimientos, incluso me sorprendía a veces por su soltura y confianza. Unos meses después, la invité  a pasar el fin de semana en un hotel romántico en la sierra de Madrid. Llegamos el viernes al atardecer, era un edificio de dos plantas abuhardillado con una decoración rústica y cálida a la vez; antes de bajar a cenar decidimos darnos una ducha para relajarnos del viaje. Clara fue la primera. Me tumbé en la cama esperando mi turno, creo que me quedé dormido. Una sensación placentera y húmeda me hizo abrir los ojos, Clara totalmente mojada y desnuda se movía sobre mi cuerpo con movimientos acompasados, exploró mi sexo con las manos y la lengua hasta imprimirle vida propia, lo chupaba como una chiquilla su helado preferido y ella solita consiguió que eyaculara en su boca por primera vez.  

Cuando recuperé fuerzas la llevé en brazos a la ducha de nuevo, su cuerpo estaba preparado, entre juegos y risas volví a excitarme, necesitaba poseerla, la penetré con fuerza hasta que un alarido de placer salió de su boca.

─Haré de ti una mujer multiorgásmica. Ya lo veras ─le susurré mientras descargaba en su interior.

La sequé con una ternura infinita, estaba contento, hablaba sin parar y hacía planes de futuro, los sitios a los que iríamos juntos, los lugares perversos que le enseñaría, las noches de amor que nos esperaban. Ella, entregada, sonreía con veneración. Le cepillé el pelo, le puse unas bragas blancas minúsculas, el sujetador transparente, el vestido, las medias, los zapatos, finalmente el tiempo se detuvo en su boca con un beso largo, profundo, sin prisas; definitivamente, estaba atrapado.

Los meses pasaban deprisa, el despacho funcionaba, Clara se había trasladado a mi casa y allí disfrutábamos de la vida y del amor. En tercer curso me habló de terminar la carrera en Italia, había solicitado una plaza en Florencia, quería impregnarse del arte con mayúsculas, inspirarse, aprender. Me quedé en silencio. De repente me sentí desvalido, como si toda mi vida hubiera estado en su compañía y por primera vez me quedara solo. 

Era lógico que ella quisiera volar, tenía veinte años, un sueño: pintar y mucho talento, además del arrojo y valentía necesarios para intentarlo. No podía oponerme.

Le besé la mano, ceremonioso.

─Te esperaré ─dije, por fin─, pero no tardes, dentro de poco seré un viejo y no serviré para nada.

─¿Tú, viejo?  Venga, no te hagas la víctima ─contestó entre risas.

El primer año que pasó en Florencia, vagué como un alma en pena por la vida. Volví a mi rutina de siempre, los amigotes, los clubes nocturnos, algún que otro escarceo con alguna amante antigua y hasta salí  a cenar con Claudia, como dos viejos camaradas.

─Así que te has quedado solo, la palomita ha volado ─me dijo con sorna Claudia, ya en los postres, después de una conversación intrascendente.

─Tiene que prepararse, es joven, no se lo puedo impedir ─contesté con desgana y un tono casi paternal.

─Ya, pero se te ha quedado una cara de resignación que no te pega nada, al menos al Alejandro que yo conocía. ¡Anímate!

Claudia era la misma mujer directa de siempre. Nunca bajaba la guardia. Desde que me fui del despacho apenas nos habíamos visto pero seguíamos teniendo amigos comunes por los que estaba al corriente de mi historia con Clara. Algunos me habían comentado que en ocasiones se mostraba celosa, aunque nunca perdía la compostura; seguía siendo una mujer de alto riesgo. Ahora el gimnasio se había convertido en su segunda casa y mostraba un cuerpo tonificado sin un ápice de grasa, lo que unido a algunos retoques de estética sutiles en la cara la convertían en una mujer irresistible. 

Mientras hablaba, había posicionado su pie desnudo en mi bragueta, como lo más natural del mundo. Ni me moví, ni me di por aludido. Seguimos conversando como si tal cosa.

─Tiene talento, ¿sabes? Creo que logrará hacerse un hueco en el mundo del arte ─dije orgulloso, manteniendo su mirada.

─No lo dudo. Es curiosa la coincidencia. Ahora me interesa el arte, de hecho gasto grandes sumas de dinero en jóvenes artistas. Tal vez quieras venir luego a casa y ver algunos de mis nuevos cuadros. Seguro que disfrutas.

Su voz había adquirido un tono libidinoso, mientras me fulminaba con la mirada y su pie seguía frotando mi sexo que poco a poco iba respondiendo.

─Tal vez, en otro momento ─dije con voz sensual y sonrisa complaciente.

─Como quieras ¿Qué tal si tomamos una copa en el piso de arriba? Creo que preparan unos cócteles de infarto.

Había retirado el pie y se disponía a pagar la cuenta.

─De acuerdo, una copa rápida. Mañana tengo una reunión importante ─contesté.

Subimos enlazados una pequeña escalera; había poca gente en el local, sonaba una música suave, nos sentamos en un lugar discreto. Claudia parecía conocer al camarero, con el que coqueteó unos minutos.

─He pedido el coctel de la casa. Te gustará.

 Claudia era la misma de siempre, no me había pedido opinión, ella disponía y manejaba la cita como siempre había hecho. Sonreí ante el recuerdo de tiempos pasados.

─Sí, está bien. ¡Así que el mundo del arte! ─le dije mientras me acercaba a su cuello descaradamente y posaba mi mano de forma sutil en su entrepierna.

─El arte siempre me ha interesado y ahora me lo puedo permitir ─susurró mientras respondía a mis caricias abriéndose ligeramente  de piernas.

La besé en el cuello, y en la boca. Claudia me frotaba el sexo con sus manos expertas. Conocíamos nuestros cuerpos y nuestros puntos débiles, durante unos minutos nos entregamos a una pasión controlada, pero que nos iba excitando sin remedio. Aproveché la visita del camarero para parar unos segundos.

─Lo siento, Claudia, tengo que irme.

Se sorprendió. Me miró con ojos de asesina.

─¿Qué pasa, Alejandro? ¿Huyes? ¿Temes ser infiel a tu palomita?

─ No es eso, de verdad tengo que irme. ¡El trabajo!

─ Ya sé, no quieres volver a las andadas por temor a quedarte enganchado de nuevo de una auténtica mujer y no de una adolescente, aprendiz de artista.

Un rictus de contrariedad asomaba en su rostro. A pesar del enfado, comprobé que su autoestima seguía intacta, tanto como su lengua afilada y sus dotes de mando. Pero ahora los tiempos los marcaba yo.

─En otro momento, de veras. He de irme ─dije con voz neutra, sin alterarme.

Dejé sobre la mesa el dinero de las copas, me recompuse y salí del local. Antes de llegar a la puerta me volví un segundo, Claudia seguía coqueteando con el mismo camarero que ahora retiraba las copas. Sonreí. Ella nunca daba una noche por perdida.

Mientras conducía, recordaba algunos episodios vividos con mi antigua profesora, la había idolatrado y aunque todo aquello me parecía lejano en el tiempo tenía que reconocer que me seguía poniendo cachondo. Volví  a sonreír.

Cuando llegué a casa, llamé a Clara. Lo hacía cada día. Nos gustaba hablar y jugar en la distancia.

─¿Dónde estás ahora? ¿Qué llevas puesto? ─le pregunté con voz dulce.

─Estoy sentada en la cama, en mi cuarto; llevo un camisón blanco corto y una bata, me dormiré dentro de poco, cuando dejemos de hablar.

─Me gustaría estar contigo ahora en esa cama de estudiante, que seguramente será demasiado pequeña para hacer el amor.

─Alejandro,  siempre estás pensando en lo mismo, ¿no descansas nunca?

Oía su risa nerviosa a través de la línea telefónica.

─En qué voy a pensar, cada día que no estás conmigo es un día incompleto, cada noche que no te hago el amor es una noche perdida, a mí cada vez me queda menos fuelle y tú te vas a miles de kilómetros. ¡No es justo!

─No exageres. No estamos tan lejos. ¡Ah!  y tienes caña para rato, ¡si lo sabré yo!

─Tu que sabrás, si sólo eres una veinteañera en pleno aprendizaje y con toda la vida por delante.

─No te hagas la víctima. No te pega nada. Has pasado los cuarenta y qué, son los veinte del siglo pasado.

─Ya, eso decís los jóvenes. Desearía estar contigo, ahora, en esa cama pequeña, me gustaría darte un masaje para que durmieras bien, acariciar tus piernas cansadas, tu espalda, tu cuello. Eso relaja, ¿sabes?

─Siempre consigues lo que te propones, has conseguido acalorarme, una gota de sudor resbala ya por mi escote y siento un hormigueo placentero por todo el cuerpo.

─Claro, porque tú sufres como yo en la distancia. Quítate la bata, anda.  ¿Qué llevas puesto debajo del camisón?

─Unas bragas de florecitas.

─¿Y el sujetador?

─No llevo nada, me iba a acostar, ya te lo he dicho.

─Me gustaría subirte el camisón hasta la cintura y quitarte esas braguitas con la boca, lamer tu vientre hasta quedarme sin saliva, masajear tu monte de venus y jugar con los pelillos de tu pubis. ¿Notas como mis dedos se van adentrando en esa hendidura oculta que tanto me gusta, que reconozco sólo con tocarla, que se abre como una rosa en primavera? ¿Lo sientes, niña?

─Sí… Mis pezones se han endurecido solo con tu voz, me gustaría que los vieras, que los tocaras.

─Claro que los veo, tu cuerpo está dentro de mi retina, te los estoy tocando y juego con ellos, los estrujo con dos dedos y aprieto. ¿Estas mojada, mi amor? Sigue frotándote como yo te he enseñado, despacio, con ritmo suave, sin prisa, con los cinco sentidos, concéntrate en el placer, eso es lo más importante.

Clara se metía rápidamente en el juego y eso me encantaba. Ponía voz melosa, hechicera y yo me dejaba seducir.

─Tú también estás caliente, mi amor, seguro que estás alerta, excitado, yo también he traído conmigo tu cuerpo, duerme conmigo, amanece a mi lado, no me canso de acariciarlo en sueños. Huelo tu sudor, siento el peso de tu cuerpo sobre mí, tu boca, tus manos, tu fuerza, tu…

Clarita, mi amor, no puedo controlarme mucho más, me siento dentro de ti, entro y salgo con fuerza. Oigo cerca tus suspiros, respiro con tu aliento, me muevo con tus espasmos, tus gritos me vuelven loco, cabalgamos juntos… siempre juntos…

El silencio inundaba por unos segundos las dos habitaciones a miles de kilómetros. El sexo es también imaginación.

─Me tienes hechizado, ¿lo sabes? Deseo abrazarte ahora, después del orgasmo. Secarte el sudor y acariciar tu cabello mientras te duermes.  

Los días en el despacho eran más ligeros pero las noches se me hacían eternas. La echaba de menos, me había acostumbrado a su cuerpo joven, a sus gestos y palabras; sus proyectos eran mis proyectos, sus ilusiones las mías, la necesitaba.

Aprovechaba viajes de trabajo para ir a verla, algunas mini vacaciones o simplemente un fin de semana. Nuestros reencuentros eran tremendamente pasionales, hacíamos el amor una y otra vez, salíamos a cenar abrazados deseando volver a la habitación del hotel donde me hospedaba Para sus amigos italianos era su novio, un novio generoso que pagaba las cenas de todos, que contaba la anécdota más graciosa, piropeaba a las chicas y compartía juego y conversación con los chicos. Ella se sentía orgullosa y yo desbordado.

─Un día me dejarás y te marcharás con otro más joven, aprendes muy deprisa y yo ya no podré complacerte ─le decía mientras recorría su cuerpo en aquellas mágicas noches florentinas. Me había vuelto inseguro, o el amor me dictaba aquellas palabras melodramáticas, o tal vez era solo un juego de seducción que nos gustaba compartir.

Yo nunca la abandonaría, había caído en sus redes. Estuve  mucho tiempo encoñado con Claudia, aún me podría dejar seducir por ella, pero Clara era distinta, sentía algo desconocido, más intenso, igual de seductor y electrizante que me impedía pensar con claridad, que me provocaba enojo y alegría y sobre todo un sentimiento de inseguridad por la posibilidad de perderla que me desesperaba. Habíamos iniciado un nuevo siglo y yo, tal vez, sin proponérmelo, había llegado a la meta.


4.4. Entrega cuarta. IV. Anillo de compromiso

Publicada en web Biblioteca APE Quevedo, 14 de enero de 2022.

Estar o no con Clara se había convertido en la irremediable medida de mi tiempo.

Cuando regresó de Florencia nos casamos. Lo había pensado mucho y me seducía la idea de  pasar el resto de mi vida con ella, los dos años que habíamos vivido separados me habían servido para darme cuenta de que la necesitaba. De pronto lo vi claro. Mi vida entera había sido una búsqueda, ahora había encontrado algo que me atrapaba, que me envolvía como en una tela de araña de la que no quería salir, no debía resistirme. La entrega total era la meta.

Fui a recogerla al aeropuerto con un ramo de flores y  se lo pedí. Allí mismo en la terminal cuatro de Barajas, hinqué la rodilla y le entregué un anillo de compromiso. Clara se quedó sorprendida, venía adormilada con un montón de maletas y cansada del viaje, lo último que esperaba era una propuesta de matrimonio. Me miró con nerviosismo, se retocó el flequillo como hacía cada vez que iba a dar un paso importante y se lanzó a mis brazos:

─Síííííí ─ contestó mientras se colgaba de mi cuello.

Si hubiera sido una película americana, el aeropuerto entero habría aplaudido, pero nadie nos hizo mucho caso, algunos curiosos nos miraron sorprendidos y pronto siguieron su camino, permanecimos los dos arrodillados unos minutos, rodeados de maletas y emociones diversas.

Nos casamos seis meses después, cuando abría la primavera, en una ceremonia íntima en la que nos prometimos amor eterno, ella había cumplido 24 años y yo me acercaba a los 46. Fue uno de los días más felices de mi vida.

Pasamos una semana en Bali de luna de miel, en un hotel paradisiaco, nosotros dos solos disfrutando de unas puestas de sol impresionantes, de paisajes espectaculares plagados de  cascadas y acantilados, pero sobre todo gozando del placer de nuestros cuerpos. Paseamos de la mano, tomamos el sol, montamos en bici,  nos relajamos con un  masaje balinés en pareja e hicimos el amor, tantas veces como nuestros cuerpos lo solicitaron, en todas las posturas posibles que nos dictaba nuestra poderosa imaginación, en cualquier lugar, a cualquier hora. El placer por encima de todo.

La última noche me desperté de madrugada, mientras la abrazaba, los cuerpos desnudos, su espalda contra mi pecho, sus piernas enlazadas con las mías le susurré palabras de amor, palabras que nunca creía haber pronunciado, que salían directamente de mis entrañas. Se movió ligeramente, sus glúteos se frotaron contra mis genitales y rápidamente me puse en guardia. Conseguía excitarme con un solo movimiento, la besé en el cuello y me moví para que pudiera levantar levemente la pierna, la penetré sin más, estaba preparada para recibirme. En silencio. Hicimos de nuevo el amor, lentamente, sin despegarnos apenas, mis mano estimulaban su clítoris, mi boca lamía su cuello, quería que gozara como si fuera la última vez; el orgasmo le sobrevino de manera exultante, gritó, lloró de felicidad y resistió heroicamente hasta que me corrí de nuevo dentro de ella.

Regresamos a Madrid más enamorados que nunca. Los primeros años de casados fuimos inmensamente felices. No necesitábamos nada más. Había temido aburrirme antes de tiempo de la vida conyugal, de la rutina, del mismo cuerpo entre las sábanas, pero eso no estaba sucediendo y vivía contento. Yo seguía con mi despacho ganando clientes y prestigio; Clara se había graduado en Bellas Artes y aún no sabía qué hacer para ganarse la vida, así que habilitamos una habitación con vistas al jardín para que tuviera su estudio de pintura, allí pasaba su tiempo a solas, jugando con líneas y colores. Un año después  empezó a dar clase de dibujo en una academia para ganar algo de dinero y poder ser independiente ─decía─. Por entonces viajaba mucho por negocios sobre todo por Europa, ella me acompañaba siempre que podía y yo le enseñaba los lugares más excitantes de las ciudades europeas que visitábamos. Me encantaba el papel de maestro y ella se mostraba sumisa y ávida de aprender ¡Qué mejor discípula!

En uno de esos viajes, pasamos unos días en Londres, tras la cena con unos amigos acabamos la noche en un local de striptease del Soho. Era la primera vez que Clara visitaba un local como aquel y se mostraba nerviosa, me apretaba la mano con fuerza.

─No pasa nada, te gustará, ya verás.

El local estaba lleno, nos sentamos en una mesa frente a la zona de espectáculo, un área circular, iluminada desde el techo por un potente foco proyectado directamente sobre un canapé cubierto con una tela de terciopelo rojo. La sala se oscureció, un pianista empezó a tocar y una mujer pelirroja, envuelta en una especie de túnica negra y brillante, subida en unos tacones de vértigo, comenzó a cantar imitando a  Marlene Dietrich. En un compás melódico de la canción, la mujer se abrió el vestido de arriba abajo en un solo movimiento y se quedó semidesnuda,  solo un potente liguero negro, unas bragas minúsculas de cuero que apenas ocultaban su pubis y algo parecido a un corsé que realzaba un pecho blanco y abundante. El ritmo de la música cambió, tres bailarines salieron al escenario y empezaron a  moverse en torno a la cantante, vestían apenas un taparrabos que ocultaba tímidamente sus genitales.

Con su danza acosaban a la mujer, recorrían su cuerpo, la acariciaban, besaban, intimidaban en un juego erótico del que ella parecía querer escapar para caer rendida poco después a los pies de los bailarines. La tumbaron entonces en el canapé de terciopelo y la inmovilizaron, la luz rojiza iluminaba su cuerpo. Una atmósfera tensa se adueñó de la sala; uno de los bailarines arrancó las bragas de cuero de la mujer y las olió profundamente mientras se masajeaba su sexo por encima del tanga, otro de ellos empezó a acariciarle los muslos y el tercero la liberó del corsé mientras  estrujaba sus pechos y pellizcaba sus pezones grandes y sonrosados. Empezó entonces un ritual de sexo en directo, provocativo y sensual, los bailarines se habían despojado de los minúsculos calzoncillos y las luces enfocaban sus  tallos erectos y  a punto de explotar. Clara se movía, incómoda, en la silla, la besé ligeramente en los labios y acaricié  con cariño su mano.

No era la primera vez que asistía a un espectáculo porno como aquel, pero sí la primera vez que iba acompañado por mi mujer. Clara se apretaba contra mi cuerpo, estaba sudorosa e inquieta, a veces escondía su rostro en mi cuello para no tener que ver el show. La sentía tan unida a mí, que esa sola sensación me excitaba más que la propia función. Me sentía su dueño. La sala olía a sexo y a sudor.  Disfrutaba, sin más. Puse mi mano en el muslo de Clara y empecé a acariciarlo, ella se acomodaba a mis caricias, sin decir nada, llegué hasta su sexo por debajo de la falda, lo sentía húmedo, esperando. En el escenario se oían los gemidos sofocados de la mujer y los gritos acompasados de los hombres como en un ritual primitivo.

Me levanté, tomé la mano de Clara para que me siguiera, nos dirigimos al cuarto de baño de caballeros, la empujé hacia dentro y cerré la puerta,  sin hablar, le subí la falda hasta la cintura, ni siquiera la besé, le bajé las bragas violentamente, la acurruqué en la pared fría, me bajé los pantalones y la penetré con premura. Gritó. Entré y salí con fuerza de ese cuerpo que me pertenecía hasta que descargué con furia. Era tal mi excitación que no pensé en ella, solo en el acto animal, en el dominio del otro, en el poder del sexo. Cuando me recompuse, la besé y entonces comprobé que estaba  llorando.  

─Es la primera vez que follamos sin más ─dijo, secándose las lágrimas con dignidad, cuando salíamos del cuarto de baño.

Su expresión no disimulaba una cierta decepción.

─No quiero volver nunca más a este tipo de espectáculos, son aberrantes, violentos. No me gustan ─sentenció.

Lo siento─ balbuceé.

Dos jóvenes que entraban en ese momento nos miraron desconcertados.

─Hay cosas que no pueden esperar, muchachos ─les dije en español.

Los chicos sonrieron, Clara les dedicó una mirada vacía y una triste sonrisa.

En la sala todo había vuelto a la normalidad. El espectáculo había terminado, la gente bebía y charlaba animadamente.

Aquella noche, volvimos al hotel, silenciosos y nos dormimos pronto, abrazados como siempre, sin hacer ningún comentario.

Ya en Madrid, retomamos nuestra vida, no mencionamos el espectáculo, ni sus lágrimas. Nuestra relación se mantenía igual que el primer día. Apasionados, seguíamos con nuestros juegos eróticos, algunos inconfesables y nos entendíamos bien en la cama y fuera de ella. Clara trataba de complacerme, a veces veía su cara de miedo o disgusto ante alguna propuesta y yo paraba,  pero casi siempre se prestaba a mis requerimientos con pasión como una alumna aventajada. Nunca le había ocultado mi adicción al sexo, mi búsqueda obsesiva de situaciones placenteras en el amor y en la vida, ella me entendía. No renunciaba a seguir disfrutando al máximo, a caminar por la línea roja, a experimentar nuevos placeres pero había aprendido a compartirlo con Clara. Gozábamos de  todas y cada uno de las experiencias que nuestra imaginación urdía y nuestros cuerpos demandaban. Si eso era amor, yo la amaba por encima de todo.

Claudia  no había desaparecido de mi vida, su sombra seguía siendo muy alargada. Después de casarme manteníamos un contacto discreto; teníamos algunos clientes en común, coincidíamos en recepciones y reuniones de trabajo; yo estaba al tanto de su vida y ella de la mía. En una comida de negocios, unos meses después de la boda, me hizo llegar un papel pulcramente doblado. «Felicidades por tu nueva vida» decía, cuando comprobó que lo había leído me dedicó una sonrisa cómplice.

La primera vez que coincidimos en un evento social, saludó con cariño a Clara, le deseó toda la felicidad del mundo e incluso se interesó por su trabajo. Una manera inteligente de halagarla ─pensé─. En esa época, el arte se había convertido en la gran apuesta de Claudia, que aparecía siempre rodeada de artistas; ya no le interesaban los becarios de su empresa sino jóvenes promesas del arte a los que financiaba y ayudaba a triunfar. Durante los años que estuvimos juntos nunca me había hablado de esa afición, pero al parecer había heredado una buena colección de cuadros de Prádena que le había hecho interesarse por el mundo del arte. Así era Claudia, versátil, camaleónica, dispuesta a reinventarse cuando fuera necesario y siempre con éxito.

En otoño, por sorpresa,  nos invitó a una fiesta en su casa de la Florida, exponía cuadros de pintores jóvenes y había reunido a grandes empresarios, banqueros y otros profesionales como posibles compradores. A Clara no le entusiasmó la idea, Claudia le imponía mucho respeto y no se sentía del todo cómoda en su presencia.

─Es una oportunidad para ti, conocerás gente de ese mundillo ─le dije para convencerla.

─Tal vez tengas razón, pero sabes que Claudia me infunde cierto temor, me mira con superioridad y con una sonrisa que no sabría definir. Me pone nerviosa.

─Tonterías. Lo que pasa es que te tiene envidia, tú eres más joven, más guapa y más creativa. Además eres mi mujer ─le dije besándole  la mejilla.

─Está bien, pero si no me encuentro a gusto, nos retiramos pronto.  

Acepté.

Tres días después nos vestimos y perfumamos para la ocasión.

─No tienes que preocuparte de nada, sólo disfrutar ─le dije mientras nos dirigíamos en el coche a la casa, yo estaré cerca y si algo no te gusta, haces una señal, y te sacaré de allí.

Un mayordomo al que no conocía nos recibió y  nos hizo pasar a la biblioteca. En la sala se encontraban dos hombres y una mujer desconocidos para mí, uno parecía más viejo, tal vez cincuenta años, mientras el otro aparentaba veintitantos; la mujer era joven y atractiva. Claudia hizo su aparición estelar, con un vestido negro ajustado de mangas transparentes, sus altos tacones y sus movimientos estudiados, seguía siendo una mujer espectacular que causaba admiración. Me besó en los labios sin rubor y acercó su mejilla a la de Clara con ese aire de superioridad que a ella tanto le molestaba.

─Te agradezco que hayas venido, Clara. Aquí hay muchos colegas tuyos, te divertirás.

Empezaron a llegar más invitados a los que no conocía, Claudia se movía en un ambiente distinto al que yo recordaba, habían pasado cuatro o cinco años desde que no iba por aquella casa y los cambios eran evidentes, desde el servicio a los cuadros que adornaban las paredes.

Clara no se separaba de mí, miraba a todos lados  con curiosidad, sobre todo se detenía en algunas de las pinturas que nos rodeaban. En particular una  despertó su admiración y así me lo hizo saber. Se trataba de un cuadro grande, luminoso en el que se intuía un atardecer, una playa y una pareja de espaldas. No era un cuadro realista, por el contrario trazos gruesos de colores intensos trataban de construir figuras humanas, objetos, paisajes. El conjunto  armónico y sugerente, me resultó familiar.  Debajo una firma: Onix.

Poco tiempo después, Claudia volvió a dirigirse a nosotros, iba del brazo de un joven apuesto, alto, delgado con una coleta y largas patillas, vestido totalmente de blanco, en su rostro alargado sobresalían unos grandes ojos negros de mirada  lánguida.

─?Alejandro, Clara, os presento a César. Algunos de sus cuadros están expuestos. Hoy está siendo el gran triunfador. Estamos muy contentos ¿No es cierto, cariño? ─dijo besando la mejilla del joven. El arte es también un negocio.

─Mucho gusto, soy Alejandro Leyva y esta es Clara, mi mujer.

El pintor me dio la mano sin mucho entusiasmo y se dedicó a Clara; descaradamente, tras mirarla fijamente, le plantó dos besos en las mejillas y le tomó de la mano como si se conocieran de toda la vida.

Clara respondió con una amplia sonrisa, en sus ojos percibí inquietud pero también fascinación.

─Creo que pintas ─afirmó sin quitarle los ojos de encima.

─Sí ─contestó, retirando sus manos con pudor─. Estoy empezando.  

─Ya. Claudia me ha puesto al corriente. Me gustaría ver tu obra y compartir experiencias, si tú quieres, claro.

De repente, la reunión adquirió otro sentido, parecían estar los dos solos en aquella sala, como si una aureola brillante los rodeara. Claudia me rescató, tomándome del brazo con decisión.

─Alejandro, dejemos a los jóvenes artistas que hablen de sus cosas; ven, tienes que conocer a mis nuevos socios.

Creí percibir en sus palabras una cierta ironía, pero la seguí. Nos alejamos un poco por la habitación, de reojo miré a Clara, estaba siendo seducida por aquel joven de la coleta, un nudo molesto me atravesó la boca del estómago.

La fiesta fue un éxito. A Clara se mostraba contenta, en su salsa, Cesar Onix le había presentado a otros artistas, todos jóvenes, todos atractivos y reía como una niña, con las mejillas sonrosadas de excitación. Yo por el contrario no me sentía del todo cómodo, conocí a los nuevos amigos de Claudia, hombres atractivos con dinero y mujeres deslumbrantes con las que coqueteé para no perder la costumbre, pero no me sentía poderoso, como en otros tiempos, algo me inquietaba. Clara parecía pasarlo bien, no me echaba de menos, no me buscaba, colgada del brazo de Onix se paseaba por la casa orgullosa y sonriente. En algún momento creí ver cómo el joven le acariciaba el pelo, o se acercaba demasiado para hablarle al oído y ella respondía.

─¿Qué, estás celoso de los jóvenes? ─exclamó Claudia rodeando mi cintura por detrás.

─¡Tú siempre tan perspicaz! Solo observo. Me alegra que Clara haya encontrado gente con sus mismos intereses y se divierta ─concluí.

─Ya, ¡si tú lo dices! Vamos, ven a bailar un poco.

Me arrastró hasta la pequeña pista improvisada, bailamos muy juntos, respiré de nuevo su olor y me contagié de su sensualidad, nos besamos envueltos por la música como si fuera la primera vez. Cuando nos separamos para tomar una copa, crucé por un momento los ojos con los de Clara, me estaba mirando.

Nos retiramos de madrugada. En el trayecto Clara se durmió en el coche, estaba agotada.

─Me alegro de haber ido a la fiesta, he conocido a gente muy interesante, como siempre tenías razón ─dijo ya en la casa, camino del dormitorio.

Una señal de alarma se cruzó en medio de los dos, recorrió la habitación hasta la alcoba y desapareció en la oscuridad, era una señal indefinida, algo borrosa pero inmediatamente supe que debía enfrentarme a ella y gestionarla.

La vida de Clara cambió. Empezó a frecuentar a César Onix y a su grupo, cada día más entusiasmada hasta que formó parte de él. Se reunían en el estudio de Onix en la calle León, le mostraba sus cuadros, le pedía consejo, pintaban a cuatro manos, visitaban exposiciones, participaban en concursos de pintura, asistían a conferencias, congresos de arte y  ante todo parecían haberse convertido en buenos amigos. Yo seguía con mi rutina y en ocasiones pasaba algunos días sin coincidir con ella. Había encontrado una senda por la que yo no la acompañaba, hasta ese momento había caminado de mi mano, ahora lo hacía sola con aplomo y entereza.

Para que el matrimonio triunfe, cada uno ha de tener su espacio propio ─me explicaba Lucas cuando me quejaba de la independencia de Clara. Ya sabía eso, pero los celos no me dejaban ver el horizonte. El matrimonio requiere cada mañana un esfuerzo constante, casi agotador, yo sabía que merecía la pena y no me rendía, pero no me gustaba la sensación de estar en segundo plano para mi propia mujer. Nunca antes lo había sentido.

─¿Te gustaría acostarte con él? ─le pregunté una tarde de sábado en la que me hablaba de la sensibilidad, maestría y creatividad del joven Onix.

Me miró con desconcierto.

─¿Qué dices, Alejandro?, somos amigos y compartimos nuestro amor por la pintura. Nada más. Siempre estás pensando en lo mismo. No todos somos iguales. Yo no soy Claudia.

─Claro, no somos iguales, pero tengo ojos en la cara y veo cómo te mira. Y tú tampoco te quedas atrás. Desde que él ha entrado en tu vida, no parece haber nadie más creativo, más inteligente, más sociable ni más atractivo.

─¿Estas celoso?

─Naturalmente que estoy celoso, desde hace algún tiempo solo hablas de él, de su sensibilidad, de su encanto personal, de su proyección como artista bla bla bla…

─Lo siento. No sabía que eso te molestaba. Creo que es un gran artista… pero no estoy enamorada de él. Yo también podría estar celosa, vi cómo besaste a Claudia en la fiesta y no monto, por ello, ningún número. Sé cómo es Claudia y sé cómo eres tú. Yo confío en ti.

─Por favor, Claudia es pasado ¡Entérate de una vez! ¡Quítate ya ese complejo de segundo plato! exclamé, enfadado, …pero Onix, Onix es presente.

Tras unos minutos de silencio aterrador, me abrazó con fuerza

─Solo tú eres mis presente y mi futuro ─dijo con lágrimas en los ojos.

Fue nuestra primera pelea, esa vez, acabamos haciendo el amor en la alfombra del salón, como mandan los cánones, luego nos arrullamos  en el sofá, prometiéndonos de nuevo amor eterno y tras la tempestad llegó la calma.

En navidad Claudia volvió a llamarme, nos invitaba a cenar en su casa, una cena íntima nosotros y César.

─César va a exponer parte de su obra en una importante galería de Berlín. Tenemos que celebrarlo. No podéis faltar ─insistió.

─¿Por qué los cuatro? ¿Es tu amante o tu nuevo novio? ─le dije con sarcasmo.

─Nada de eso, solo somos amigos, aunque no te oculto que hemos compartido noches de pasión y lujuria…, pero a él le gustan jóvenes y si es posible artistas.

Su último comentario iba con toda la intención o al menos así lo percibí, pero no quise contestar. La embaucadora de Claudia seguía en activo.

Quise rechazar la invitación, no me gustaba la idea de competir de nuevo con aquel jovenzuelo y más después de lo dicho por Claudia,  pero me pareció un pensamiento infantil y acabé aceptando.

Lo consulté con Clara y esta vez no se opuso, accedió sin más.

Un viernes de diciembre, poco antes de Navidad, nos dirigimos de nuevo a casa de Claudia. Apenas la había visto en seis años y en los últimos meses nos había invitado dos veces a su casa. Hacía frío. No sé por qué pensé que la mente sibilina de Claudia Baltés podía estar tramando algo.  Tal vez no podía soportar mi felicidad y quería destruirla de alguna manera. Pero, ¿por qué? Ella lo tenía todo. Yo solo había sido uno más en su largo historial de conquistas. Sonreí ante mis temores de hombre maduro enamorado.

La cena estuvo exquisita, se respiró cordialidad en todo momento. Claudia era una perfecta anfitriona y César Onix me pareció más inteligente y divertido de lo que había captado cuando lo conocí. Tras la cena pasamos al salón de la chimenea que yo conocía bien. Nos acomodamos, ante unos cafés humeantes y descorchamos una botella de champán.

─Por el éxito del artista ─brindó Claudia.

─Por el éxito ─coreamos todos.

En la conversación se produjo un giro inesperado, Claudia relató sin pudor nuestros encuentros amorosos furtivos en aquella habitación, ante la mirada libidinosa de su difunto marido. Sonreí, desconcertado. César parecía estar enterado de nuestra relación y escuchaba atentamente, mientras Clara se mostraba tímida y un tanto incómoda.

─Parezco una abuela contando  batallitas de juventud ─concluyó Claudia mirándome fijamente.

No hice ningún comentario. La  charla decayó por unos instantes, habíamos bebido mucho y era tarde. Nos quedamos adormilados largo rato acurrucados por una música suave; no fui consciente del tiempo transcurrido. Cuando abrí los ojos un tanto desorientado, Claudia besaba a César con avidez, le metía mano por debajo del pantalón, mientras él le desabrochaba la blusa y acariciaba su pecho. Clara seguía a mi lado,  mantenía los ojos cerrados y apoyaba su cabeza en mi hombro; instintivamente le besé el pelo y le acaricié las mejillas, se movió y buscó mis labios.

Claudia, a horcajadas, sobre el muchacho se movía con soltura, casi podía tocar sus glúteos musculados y perfectos en constante ajetreo. La escena me excitaba, acaricié el sexo de Clara por encima del pantalón, me miró con ojos desconcertados por el sueño, no sabía dónde se encontraba; al incorporarse descubrió lo que estaba sucediendo: Claudia solo conservaba la falda en la cintura, la blusa, la braguita y el sujetador estaban esparcidos por el suelo, se movía acompasadamente sobre César, que tenía los pantalones bajados y jadeaba con descaro.

Clara se quiso poner de pie, no sé si para marcharse, pero volví a sentarla, la besé y mordí, mientras le acariciaba el sexo; se dejó llevar, hasta que la excitación se fue apoderando de ella y me devolvía las caricias con fruición.

De repente oímos la risa escandalosa de Claudia.

─¡Qué bonita escena de sexo  al amanecer! Pero….Qué hacemos cada pareja en un sofá como si estuviéramos enfadados.  Es más divertido compartir, ¿no crees, Alejandro? Es navidad.

Me miró con sus ojos felinos irresistibles y tiró de mí hasta la alfombra. César entre tanto se había acercado a Clara, la besó en los labios y la tomó de la mano. Clara, un poco desconcertada,  le siguió  y se colocó a mi lado; el chico ya había tomado la iniciativa y sin mirarme siquiera empezó a desnudar lentamente a mi mujer mientras le lamía el cuello.

Apenas pude ver algo más, Claudia se había tumbado sobre mí y se frotaba contra mis genitales como solo ella sabía hacerlo. Me dediqué a esos momentos de pasión sin pensar en el mañana. Claudia seguía siendo una magnífica maestra de ceremonias amorosas, ella llevaba la batuta, durante un tiempo indefinido, retozamos los cuatro, cambiamos de pareja varias veces, besaba a Claudia y a mi mujer, acariciaba un pecho y otro, más grande el de Claudia, más terso y menudo el de Clara. Rodamos por el suelo, éramos solo cuerpos excitados, fornicando,  en busca de la culminación de un instante de placer. Oí los gritos de Clara, el joven había conseguido penetrarla y con una larga embestida conducirla al orgasmo, instantes después, él mismo  cayó exhausto sobre el cuerpo de ella. Entre tanto Claudia y yo nos afanábamos por conseguir la misma meta, nuestros cuerpos no tan jóvenes se resistían pero donde hubo fuego, quedan rescoldos y los mayores, también, nos derramamos ferozmente en un orgasmo compartido como en los viejos tiempos.

Amanecía.

Durante varios minutos permanecimos tumbados en la alfombra anaranjada, la luz de la chimenea se reflejaba en nuestros cuerpos. Me incorporé y miré hacia la casita al otro lado de la ventana. Todo estaba apagado y en silencio. Sonreí.

─¿Qué tal un buen desayuno? Nos lo hemos merecido ─soltó una Claudia satisfecha y dueña de la situación.

─Estupendo ─contestó César.

Clara y yo no dijimos nada.

De regreso a casa, mi mujer permanecía callada. La miraba de soslayo bajo las primeras luces del día, intentando averiguar sus pensamientos; parecía molesta, ausente, incluso triste.

─¿Qué ocurre? ¿Te ha gustado? ─le pregunté con dulzura.

No contestó, miraba por la ventanilla

─Claudia es una farsante ─contestó por fin, nos maneja a todos a su conveniencia.

Lo dijo con voz firme, enfadada, noté su expresión contrariada y por primera vez la queja y el reproche  atravesaron su mirada. Sentí una punzada en el estómago y una fuerte presión en el pecho.

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La mano del anciano se posó sobre la mesa, el bolígrafo cayó al suelo.

─¿Qué ha pasado Alejandro? ¿Es un pequeño desmayo? No debes escribir tanto.

La enfermera recostó sobre el sillón al hombre que se dejó llevar como un niño abandonado. Sobre la mesa un montón de folios con una letra imprecisa y a veces indescifrable.

─¡Alejandro, Alejandro! Elena llama al doctor Aparicio. Es urgente. El señor Leyva ha perdido el conocimiento.


5. Entrega quinta

[Próximamente, en el número 13 de Letra 15, junio 2023]